
¿Darwin o génesis?, ¿creación o evolución?, ¿fe o ciencia? son preguntas a las cuales parece que se responde tomando partido, eligiendo un “bando”, una postura: blanco o negro, una que excluye a la otra. La semana pasada, el 28 de agosto, celebramos el día del abuelo y en torno a esa celebración -parte de una sociedad de consumo y producción- me ponía a reflexionar algo de lo mucho que, con su conocimiento, las personas mayores nos aportan a la vida cotidiana. La universidad y la ciencia están allí con sus pruebas “irrefutables” sobre tantas cosas, pero sin saber siempre aquello “invisible a los ojos”, eso esencial que no se puede medir o no se puede comprar, ni con master card.
La ciencia sabe mucho, sabe del internet de las cosas, de la fibra óptica, los vehículos teledirigidos, de vacunas o trasplantes. Estamos rodeados de ciencia: un ingeniero hace cálculos para el elevador que utilizamos al subir hacia el piso donde tenemos la reunión, alguien investiga para hacer más efectivo el medicamento que toma mamá o ayudarnos a elegir el alimento más nutritivo, existen técnicas nuevas para el aprendizaje, tecnologías que nos acercan incluso al espacio, se desarrollan constantemente nuevas herramientas y productos que facilitan los procesos de la vida diaria. La ciencia, sin embargo, no sabe todo.
La ciencia no siempre sabe o sabe muy poco de incertidumbres, de cumpleaños, de la creatividad frente al miedo, de la pasión por la música o el arte, de convencer a alguien de nadar en espagueti (¿vieron Patch Adams?), de guerras de escobas, paredes sucias con tierra y color, manchadas del amor y la inocencia de los niños; no sabe tanto de hacer aviones con las manos extendidas o tu nombre con las letras de la sopa, de esperanza o resiliencia, de fe, de la confianza o la belleza. Sabe poco de la “vida buena” (felicidad o bienestar según la traducción usada) propuesta por Aristóteles, aunque sepa mucho de exactitudes. Algo sabe de la oxitocina en el proceso de enamoramiento, pero no sabe de lo que deberíamos hacer o no con nuestro tiempo, de decisiones difíciles, de discernimiento o del sentido último de nuestro paso por esta tierra; tampoco nos hará una propuesta sobre lo que haya que amar u odiar, de lo que es hermoso o repugnante o del proyecto de nuestra vida, eso no lo sabe la ciencia.

Eso lo sabe la sabiduría de nuestros abuelos, abuelos que a veces un sistema científico califica como ignorantes y que un sistema económico cataloga como “no productivos o descartables”; la de los abuelos es una forma de saber superior a la información. Claro que saben de experimentación, han visto hervir el agua puesta al fuego, saben si va a llover por observar el comportamiento de las aves y la época para esperar las flores o nuevas crías; intuyen cuando algo no nos conviene y abrazan para que olvidemos el dolor o el rechazo de otros, saben algo de ciencia pero subrayan la experiencia de vivir; en un sentido eso no será ciencia, pero es saber. De entre todas nuestras posibilidades ellos nos muestran con cariño lo que merece ser hecho. Los abuelos son sabiduría no ciencia, quizá mi disco duro tenga más información o encuentre más exactitud en google, pero la ciencia no es para nada la única forma de saber que vale, al menos no que valga la pena.
Recuerdo a los maestros que insistían en que nos enseñaban para la vida, que no se trataba de estudiar sólo para ganar más dinero sino de construir un mundo mejor, de ser más felices comunitariamente y no sólo por el éxito personal; no sabría decir si eran maestros viejos, quizá más bien eran sabios, de esos que no caían aún en el suicidio moderno de considerar que lo científico otorga las únicas respuestas validas y definitivas; eran sabios, qué dichosos ellos de poseer ciencia y sabiduría a la vez, de tener conocimiento y saber vivir, y qué dichosos nosotros de tenerlos; yo le creo mucho a mis viejos, o como dice el poeta: a mi tía chofi, (cuyo nombre quizá vendrá de sabiduría); a veces rio de quienes, cientificistas, descalifican lo que “está fuera de la ciencia”, como si la distinción entre ciencia y no-ciencia no dejara ya claro que la ciencia tiene límites. A la ciencia, y quizá al sistema educativo, le falta sabiduría. Aunque sepamos mucho de tantas cosas, la formación (a veces mera información) no responde siempre a las preguntas más importantes ni siempre nos prepara a los desafíos cotidianos de un mal jefe o a la administración de los recursos personales y públicos, a la participación ciudadana o al acompañamiento integral de los hijos o los enfermos. Ojalá podamos crecer en ambos temas interdependientes: conocimiento y sabiduría; ciencia y experiencia. La visión de los mayores le puede aportar (o hacer recuperar) al sistema educativo una visión holística de la vida, una visión integral de la persona y el mundo, además de sentido humano al conocimiento.

Ojalá podamos mirar con mejores ojos a nuestros abuelos y su aporte a nuestra vida; ojalá compartamos más tiempo y, en la medida de lo posible, aprendamos de ellos el arte de vivir. Que salgamos de la cultura del descarte que los hace a un lado y nos pongamos las pilas también en nuestro Estado en torno a las metas dialogadas recientemente en las mesas de trabajo promovidas por la Secretaría de Igualdad e Inclusión: envejecimiento digno y saludable, trabajo en red para impulsar mejores políticas públicas y el impulso de programas para prevenir la violencia intrafamiliar hacia personas adultas mayores. Así podríamos celebrar, no sólo con globos, el día del abuelo.
Y digan lo que digan, ni el paracetamol ni el vick vaporub logran hacer algo sin el “sana sana” de los abuelos… así que, con retraso, pero ¡feliz día a los abuelos!
6 de septiembre de 2022
** Las imágenes fueron tomadas de Internet. El logo de Ayotzinapa fue tomado de la revista Discurso Visual