Murió Maradona. Imposible escapar a la noticia. Incluso para mí que, con decidida convicción y empeño, paso de largo las páginas de deporte de los periódicos o cambio de canal cuando el rictus de los presentadores de noticias se distiende para anunciar los goles de la jornada. Imposible porque todos los noticieros que miro a diario o los diarios que cada mañana abro en otra pantalla lo dicen con voces enfáticas, con letras de gran tamaño o mostrando imágenes que impresionan.
Pero, aun así, en la medida de mis posibilidades ante lo imposible, no he cejado en mi cándida y solitaria resistencia a no querer saber. No he leído ni un editorial de los de todos los Galeanos, los Valdanos o los Villoros que seguramente han dejado correr ríos de tinta para ensalzar las destrezas descomunales del astro de la pelota, las marcas indómitas de lo popular en el personaje, sus excesos y pecados perdonables y perdonados, o la descontrolada religiosidad plebeya que es capaz de generar un dios de ese tipo.
Desde esa ignorancia decidida, que he intentado sostener ante los muchos guasaps de quienes me saben argentino y poco más, o incluso de los que me saben argentino y antifútbol convencido, escribo lo que aquí escribo y me doblego ante lo imposible haciendo lo que los galeanos o los villoros, aunque peor y presumo que con el sentido contrario.
No puedo llorar a Maradona ni emocionarme con los miles o millones de mis congéneres nacionales que abarrotan las calles de Buenos Aires para despedir a su dios en el altar máximo del poder civil del país, en la Casa Rosada. Tampoco puedo analizar el fenómeno con el utillaje de sociólogo que podría reclamárseme en estas circunstancias. Lo que digo, lo digo con la única legitimidad de mi yo que, salvo para mis amigos y familiares, es insignificante. Pero igual lo digo.
Maradona y yo tenemos una relación complicada. Desde que nos (des)conocimos. Eso fue en mis primeros años de escuela, en mi pueblo de Argentina. En cada recreo o, peor aún, en las clases de educación física que soporté desde los 4 a los 18 años y que consistían, en la práctica y en esencia, en jugar al fútbol, porque en lo de “educar al físico”, ni hablar. De todo lo que tuviera que ver con el cuerpo, ni palabra; la cosa, para los chicos, era jugar al fútbol. Todos los fundamentos pedagógicos de la asignatura descansaban sobre la práctica. Y la práctica era ser como las normas sociales, esas que hoy se dirían heteropatriarcales, mandaban. Así normaba y normalizaba la escuela de la dictadura que viví hasta cumplir mi ciclo escolar: fútbol y maradonas.
Bueno, fue después que Maradona apareció en mi vida, pero cuando apareció ya había una estructura maradónica en la sociedad a la que mucho había contribuido el fútbol de la dictadura. En el Mundial del 78, cuando estaba en el último curso de la primaria, me recuerdo haciendo banderines en punto de cruz con el logo de aquella “gesta deportiva sin igual” en las clases de Actividades Prácticas. De las de Educación Física mejor ni me acuerdo, pero se jugaría al fútbol y se hablaría de y se querría ser como los maradonas de entonces (Kempes, me viene a la cabeza. ¡Qué horror!): Y muchas banderas argentinas. Eso recuerdo que había cuando Maradona apareció en mi vida.

Después, cuando Diego dejó ya de jugar al fútbol, nos volvimos a encontrar. Fue otra cosa. Yo ya había pasado por la universidad, pero seguía en ella. Él era el Maradona de la irreverencia. Yo ya había sido un estudiante seducido por las prácticas irreverentes de la “izquierda nacional y popular”. Maradona ya no era aquel pueblo de la estructura maradónica de la sociedad de la dictadura, sino el pueblo de la izquierda Nac&Pop, no mucho menos heteropatriarcal que mis profesores de educación física e igual de futbolero.

En una época u otra, antes, durante o después, Maradona siempre fue pueblo. Siempre fue esa ánima de la sociedad que tanto en el Mundial 78, como en la Guerra de Malvinas o en los momentos más calientes de la democracia e invariablemente en cada mundial de fútbol envuelve a Maradona en una bandera argentina. Como hoy, que está muerto e ingresa al gran panteón de una nación que se vive como pueblo a través de cadáveres. Desde Evita a Kirchner, pasando por Perón, en una representación política entre gore y ghost, pero siempre futbolera.
Maradona y yo nos conocimos y yo ni siquiera he visto ninguno de sus goles. Ni el de la mano de dios. No tengo criterios de apreciación sobre el deporte; menos sobre el fútbol. Como quien dijera del coronavirus con el gusto y el olfato, ese sentido yo lo perdí en mis clases de educación física. Creo que ya es imposible que lo recupere. Como imposible es no querer saber hoy de Maradona y sin embargo estar escribiendo sobre ello.
Algo debo reconocer a lo que me imagino dirían los galeanos en esas columnas que no leí: Maradona es un dios. Quién iba a ser capaz si no de provocar semejante catarsis. Tanto en mí como en los miles o millones de argentinos que están viviendo su muerte con un mismo pero opuesto sentido al que me ha llevado a mí a decir todo lo que digo cuando digo yo, Maradona y yo. Solo los seres superiores son capaces de interpelar al yo de tal manera. Podría incluso sostener lo que sostengo con mi utillaje de sociólogo. Aunque también soy politólogo. Así que mejor lo dejo aquí porque si sigo por ahí dejaría de ser ficción todo esto que he dicho de mí.
30 de noviembre de 2020
Ilustración de portada: imagen de CNN en español
Una escritura ágil, me divertí leyendo, casi lo podria dibujar, un dato interesante!! Maradona y la dictadura! No lo había correlacionado!!
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