Para quienes en esta época de cuarentena trabajamos desde casa con una computadora conectada a internet es una actividad más que privilegiada darse a la reflexión social, tomando en cuenta el gravísimo desempleo en que se encuentra medio planeta. Desde el privilegio del encierro, con una vasta alacena y un sueldo laboral hasta el momento seguro, algunos de los dedicados al área académica analizamos los fenómenos sociales aun y cuando jamás tuvimos (hemos tenido) un pie dentro de ciertas condiciones desfavorables que paradójicamente nos solazamos en estudiar: pobreza, discriminación por razón de género, trabajo precario, violencia intrafamiliar, vivencia de despojo. Así las cosas, aunque esta vez el tema propuesto puede parecer banal, es cercano a la vivencia de miles de trabajadores a distancia, quienes desde nuestros hogares laboramos en condiciones de vigilancia extrema sobre nuestras actividades. Y aquí ha venido a consolidarse como elemento de control algo anterior al coronavirus pero que muy seguramente le sobrevivirá: el uso intensivo del teléfono celular.
Una vez que aparecieron los teléfonos inteligentes, quienes sucumbimos a la “necesidad” de contar con un celular digital hemos tenido que reconstruir nuestros roles como trabajadores, estudiantes, padres o madres, amigos, parejas, ciudadanos. En cierto momento, hace alrededor de una década, por conveniencia o por imperativo de obsolescencia tecnológica, optamos por un celular que contara con mucho más que acceso a llamadas y mensajes de texto.
Con el uso masivo de aplicaciones o Apps, el teléfono celular actual nos ha brindado la posibilidad de vivir al extremo la obsesión por la certidumbre y por resolver problemas al instante. La vivencia de lo incierto ha quedado circunscrita a las situaciones más reales y concretas: el desempleo crónico, la precariedad de la vida social y económica para una masa de gente creciente que vive en la pobreza extrema e incluso en la hambruna, la violencia intrafamiliar (sobre todo contra niños y mujeres), el crimen organizado, las desapariciones forzadas ejercidas por las autoridades mismas, el terrorismo, las amenazas del cambio climático, y las pandemias como esta misma del coronavirus.
Con el celular se difuminan los límites entre público y privado, entre familia y trabajo, entre trabajo y ocio, entre lo urgente y lo esencial. Hay de hecho una deslocalización de las actividades, que ahora parecen coincidir en tiempo y espacio en los lugares más inimaginables: en el trayecto realizado dentro de un camión urbano, mientras hacemos ejercicio en el parque, a la hora de estar en el baño, en la comida familiar. Nada evita ahora que los espacios y tiempos estén entremezclados. Quedó en una época muy añeja el antiguo espacio de algunas casas donde se colocaba una mesita y una silla con el teléfono fijo en el que se conjuraba todo un ritual social.
La (in)comunicación en la vida social. Imagen tomada de Internet
Con el celular hemos cedido nuestra libertad a los otros, quienes parecen tomar en nuestro lugar la decisión de con quién hablaremos, a qué horas, qué habremos de leer o aprender, cómo pasaremos nuestros tiempos “muertos” o de ocio. Quedamos entonces al arbitrio del capricho de los demás, quienes lo mismo podrían jamás en la vida volver a buscarnos que condenarnos de por vida a que tengamos que estar recibiendo sus memes, mensajes motivacionales y religiosos, publicidad, o panfletos políticos. Este poder del celular como un elemento estructurante de la vida social (y no como un recurso que se utiliza por “decisión individual”) no es una mera abstracción; tiene nombres y apellidos: la esposa o el esposo, el novio o la novia, el jefe o la jefa, los clientes, los acreedores.
Y ahora, en la cuarentena, el miedo e incertidumbre permanentes acrecienta la ansiedad y el apuro por estar al corriente, por contestar lo más rápido posible: tenemos que dar signos de vida, muestras de afecto, señales de necesitar empatía o compasión. Ante la sociedad del corto plazo, el sociólogo Zygmunt Bauman (2003) señala que vivimos en una frenética búsqueda por la emoción del momento y por no perder la más mínima oportunidad dada la pérdida de las certezas del anterior mundo de la estabilidad: si no contestásemos ese celular o no respondiésemos pronto, nuestro amigo podría pensar que no lo valoramos como antes; en nuestro trabajo podríamos parecer menos competitivos; nuestros clientes podrían considerarnos menos “apetecibles” frente a otros freelancers.
Con el celular jugamos a ser semidioses que controlamos tiempos y vidas a la distancia. Sin embargo, al mismo tiempo somos condenados a reproducir el cruel multitasking que, como dice el filósofo Byung Chul-Han (de quien se dice que, al igual que el escritor Arturo Pérez Reverte, evita cargar su teléfono celular cuando sale a la calle), no existe tal capacidad de la multitarea en ningún ser humano, pero esa falacia (sobre todo aplicada en la mujer) nos está arrastrando a vivir en lo que él llama la “sociedad del cansancio” (2012). Perdemos la concentración de vivir una sola cosa a la vez; perdemos la mirada de las personas cuando nos dirigimos a ellas; pensamos en términos de una red aun sin tener el celular en nuestras manos.
El multitasking en la vida laboral contemporánea. Imagen tomada de Internet
Conozco a un profesor de una escuela de gran prestigio. Este maestro de la vida en pocos años llegará a su sexta década de existencia, tiene una trayectoria impecable como investigador social, publica investigaciones de alto impacto para la comunidad académica, cuenta con el más alto nivel de estudios en el nivel de posgrado y con gran reconocimiento y premios a su labor como docente e investigador, y jamás en su vida ha utilizado un celular. Es sin embargo un experto en la investigación social incluyendo, claro, la investigación documental en internet. Tiene una alta capacidad para manejar recursos tecnológicos, aunque entre sus recursos jamás ha contado con dispositivo móvil alguno. Alguna vez osé preguntarle la explicación sobre este hecho y su argumento fue impecable: “No utilizo un celular porque si lo trajera conmigo entonces mis hijos me estarían buscando para resolver los problemas que ellos tienen que aprender a resolver por sí mismos, como lo fue conmigo”. Algunas personas que han conocido de su “excentricidad” lo han tachado de ser un analfabeto, pese a que él ha leído miles de libros y escrito cientos de artículos de investigación, pese a que ha escrito además libros de autor y asistido a conferencias y ponencias en varios continentes del mundo. Es, como el personaje de la novela clásica de James Feminore Cooper, “El último mohicano”, el último quizás de su camada. Cuando lo veo —en persona, claro— su rostro y el tono de sus palabras parecen de otra época. Transmite serenidad, paz. Jamás se deja de ver el brillo de su mirada cuando escucha a alguien, y cuando actúa y habla lo hace con parsimonia y soltura, como si tuviera todo el tiempo del mundo; además, no se le puede escribir un correo electrónico sin que lo conteste casi inmediatamente y con toda puntual consideración. Aunque se pierde de noticias instantáneas de velorios, nuevos proyectos, fiestas, no ha dejado de experimentar esas antiguas vivencias del aburrimiento, la incertidumbre, el aislamiento, y sobre todo, de la capacidad de autonomía, de libertad.
La cuarentena terminará, pero los signos de control y la ansiedad por estar más conectados quizás se acrecienten en el futuro próximo. Personas como este profesor, excéntrico para unos, un héroe que se resiste a la imposición estructural del sistema para otros, quedarán grabadas en la memoria de quienes habríamos tenido el honor de conocerle y de saber que fue de los últimos de una época que jamás volverá. Aunque, quién sabe, pues en estos tiempos de gran incertidumbre ya no podemos dar nada por sentado.
27 de abril de 2020
Bibliografía:
Bauman, Z. (2003). Modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina.
Han, Byung-Chul (2012). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder Editorial.