Sin derecho a tener nombre / Por Ignacio Irazuzta

Ayotzinapa 5 años

Hace ya casi un año que vi Cafanarnaúm, la ciudad olvidada, de Nadin Labaki. Desde entonces quiero decir cosas de la película o, mejor, decir cosas sobre las cosas que dice la película. Pero esas cosas son tan míseras y a la vez tan grandes que me cuesta encontrar palabras que traduzcan esas proporciones. No creo que pueda ahora lograrlo, pero va el intento.

La película habla de la inexistencia civil y sus consecuencias a través de sus personajes. El de Zain, el protagonista, un niño de las zonas marginales de Beirut y del que, por el estado de sus dientes, se calcula que tiene 12 años. Nunca fue registrado, como ninguno de sus tantos hermanos. Entre ellos, Sahar, de edad parecida a la de Zain, que fue dada en matrimonio por sus padres y que muere a las puertas de un hospital no habiendo sido atendida de sus problemas con el embarazo por no contar con papeles. Maysoun, una niña refugiada siria que Zain conoce en la venta callejera y que sueña con llegar a Suecia, donde dice que hay un barrio con gente de todos lados y que nadie les dice nada. También aparece Rahil, una inmigrante de Etiopía que es encarcelada por no poder pagar sus documentos falsos. Y el pequeño hijo de Rahil, Yonas, de meses, también inexistente en los registros y del que cuida Zain mientras su madre trabaja o luego, cuando ésta se encuentra en la cárcel. Todos nombres sueltos, intercambiables, inestables, inciertos, desamarrados de sus cuerpos. En una de las escenas, cuando Rahil está implorando la renovación de sus papeles falsos, Aspro, el falsificador y traficante de personas, le dice sobre su pequeño Yonas: “Tu hijo murió antes de nacer. No existe. Incluso una botella de kétchup tiene un nombre, con fecha de producción y de vencimiento”.

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No hay derecho para todos estos personajes. Aunque sí justicia -administrativa-, que ocupa buena parte de las escenas en el juicio por la demanda que Zain interpone a sus padres por haberlo “traído al mundo”, a este mundo de perros como repite el niño protagonista.

Un mundo de cuerpos sin nombres es un mundo sin derechos, un “mundo de perros”. He ahí la miseria y la grandeza de la sociedad burguesa. Lo vislumbraron así aquellos pensadores liberales del “individualismo posesivo” (Macpherson, 2005) que le dieron forma a los derechos civiles sobre la base de entender al cuerpo como una propiedad, como propiedad privada, inalienable, intransferible (Pipes, 2002) y por lo tanto con un nombre. Grandeza burguesa que históricamente ha escondido sus miserias en todos aquellos que no alcanzaban el estatus de propietarios: esclavos, mujeres, extranjeros. Pareciera que la universalización de esos derechos auguraría luego la grandeza para todos y para siempre, pero en esa arquitectura liberal hay una trampa lógica e histórica.

Lógica porque, como lo señalara hace ya tiempo el sagaz Marx (por ejemplo, en La cuestión judía), esos derechos civiles son una cáscara política falaz que anula las diferencias de nacimiento, de estado social, de cultura y de ocupación para hacernos a todos sujetos de derecho solo de una manera formal. Debajo de esa piel política formal, las diferencias persisten como propietarios y no propietarios; como dueños de sus cuerpos con nombres y como cuerpos de nombres desconocidos.

Histórica, porque esa misma arquitectura política es una construcción social y, como tal, a veces la historia despelleja esa piel mostrando desnudos a sus constructores. Así lo vio Annah Arendt en el contexto del trastocado orden geopolítico europeo luego de la Primera Guerra Mundial, cuando las naciones-estados libraban a su suerte a muchos individuos sin ser reconocidos por otros estados nacionales. Proliferaron entonces varias figuras que, como la de las minorías nacionales, los apátridas, los refugiados y las diversas formas de desplazamiento humano que llegaron hasta los campos de internamiento, se conformaron como la más radical de las exclusiones de la política moderna, la que ubica a las personas fuera de la ley y, de esa manera, pone en evidencia que los “derechos del hombre” son los del ciudadano y que éste es en tanto que pertenezca a un Estado-nación. Cuando no hay pertenencia, cuando no hay ese reconocimiento, los humanos quedan desnudos como solamente humanos, sin nombres reconocidos, sin derechos a tener derechos: “la pérdida de comunidad arroja al hombre fuera de la humanidad”, dice Arendt (1982: 376).

Como la filósofa alemana en aquella convulsa Europa, como lo muestra Labaki en la trama y los personajes de Cafarnaúm, como lo conocen quienes buscan a sus desaparecidos, como lo viven los refugiados que se cuentan hoy por cientos de miles, o los trabajadores migrantes indocumentados, quien pierde el derecho a un nombre pierde todos los derechos. Si acaso, le quedan esos otros derechos que decimos “humanos” que son, de nuevo según Arendt, “slogan habitual de los protectores de los menos privilegiados”; “un tipo de ley adicional”; “un derecho de excepción para aquellos que no [tienen] nada mejor a lo que recurrir” (1982: 371).

Adenda (curiosa y significativa): Quienes estiman hoy con más precisión la cantidad de personas sin identidad en el mundo son dos bancos, el Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial: 987 millones de existencias de inexistentes en el mundo. Grandeza y miseria de un mundo que se pretende enteramente burgués, habitado por sujetos de derechos.

Referencias:

Arendt, H. (1982) “La decadencia de la Nación-Estado y el final de los derechos del hombre”, en Arendt, H., Los orígenes del totalitarismo, vol. 2, Madrid: Taurus.

Macpherson, C. (2005). La teoría política del individualismo posesivo, Madrid: Trotta.

Pipes, R. (2002). Propiedad y libertad. Dos conceptos inseparables a lo largo de la historia, Madrid: Turner/Fondo de Cultura Económica.

Imagen de portada: En escalerita, grabado de Joel Rendón

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