Algunos de quienes actualmente nos dedicamos a la academia en el área humanística tuvimos la experiencia de transitar, desde cierta cultura conservadora y excluyente heredada de los valores del Monterrey antiguo, hacia una de mayor tolerancia, respeto y defensa de los derechos civiles, propulsada por las nuevas generaciones. Fuimos parte del ambiente conservador de las décadas de los 70 y 80, adoctrinados en los valores de la clase media típicamente católica, panista, mestiza —que tuviese los menos rasgos indígenas o mulatos posibles— y patriarcal. Desde la adolescencia, parte de la identidad de grupo consistía en propalar ideas —aunque fuera de forma velada o “en broma”— clasistas, racistas, de intolerancia religiosa e incluso política (sobre todo en las escuelas privadas dominaban las ideas anticomunistas) y por supuesto machistas y homofóbicas. Resulta paradójico que aunque tuviésemos acceso y tiempo para el estudio, para viajar y visitar museos, e incluso que enarbolásemos ideales de amor al prójimo inculcados desde la Iglesia, tomáramos en ese tiempo el camino de la intolerancia y el menosprecio por las minorías. A la distancia las cosas suelen recordarse en su matiz más favorable, aunque en su momento la realidad más bien fue de tonos grisáceos.
Si bien nuestros padres provenían de familias de clase popular avecindadas en barrios donde reinaban valores como la solidaridad y la prevalencia de lo comunitario, en los años 70 y 80 se consagraron “nuevos valores” —inculcados ya en los de mi generación— más proclives hacia el enaltecimiento de la competencia, la búsqueda y aseguramiento del bienestar material, y el individualismo.
Para pertenecer a esta clase media había que erigir barreras que sólo pudiesen sortear quienes siguieran el camino dictado por el ethos clasemediero regiomontano conservador. Había que demostrar que se merecía estar dentro de esta clase, sobre todo con la acumulación de los bienes materiales bien habidos fruto tanto del trabajo del padre como de la “ayuda” del trabajo doméstico de la madre. Había además que brindar ejemplo de ser de buena familia, mostrar modales y valores cristianos. Había que ser productivo, competitivo y saber ganarlas todas: había que “ser un chingón”. Era el Monterrey donde los hombres asaban la carne y las mujeres hacían todo lo demás; donde lo peor que le podían decir a un estudiante de secundaria no era “pendejo” sino “joto”; el Monterrey del “vieja el que llegue al último”. Por tanto, cuando eras el débil o el inexperto preferías pasar por ser el tonto y no el maricón; así te lo enseñaban desde tu casa, en la escuela, en todos lados. Con el tiempo, ya de grandes y con responsabilidades, no importó quién había destacado más en calificaciones. Al final importó quién “la había hecho mejor” para hacer dinero, para acumular poder, reconocimiento público. Los que no triunfaron económicamente, a quienes “no les fue bien”, pasaron a ser los flojos, los débiles, quienes habían traicionado los valores competitivos de la masculinidad.
No obstante, por encima de reproducir una clase social competitiva e individualista, está la reproducción del machismo como una cultura que pone en igualdad de condiciones a los hombres de los distintos estratos sociales. El compañero de trabajo puede ser más inteligente, más estudiado, puede ganar más dinero que yo…pero se le puede competir en lo demás: en ser más hombre. Tal cual adolescentes de 13 años, las bromas preferidas en el ambiente varonil regiomontano —y con edad incluso para ser abuelos— giran en torno a que cierto compañero parece o se comporta afeminado. Es objeto de burla el compañero que habla en un tono demasiado suave o que se mueve o se viste de forma muy “delicada”; que platica mucho con tal o cual compañero, lo cual es entonces material para hacer bromas homofóbicas; que no resiste largas jornadas de trabajo sin quejarse; que platica de sus sentimientos de forma que se quiebra su voz o bien sus ojos se ponen acuosos…Tales son signos de que uno es “menos hombre”.
¿Qué significa seguir el papel del hombre macho? Octavio Paz nos da una pista, y dice que en el hombre mexicano “toda abertura de nuestro ser entraña una dimisión de nuestra hombría”, pues el machismo representa el miedo a ser penetrado, a ser el perdedor. De ahí la magistral explicación del Nobel de Literatura mexicano sobre lo que en nuestro país significa “ser chingado”: el hombre macho no quiere que se lo chinguen; quiere chingar, ser el que penetre. Quien es penetrado o penetrada es quien pierde, quien vale menos, quien está en segundo lugar; quien, como dice Paz, está “rajada” desde su constitucionalidad corpórea. En este sentido, el menosprecio por las personas de orientación sexual distinta está entremezclado con el menosprecio a las mujeres, a lo femenino. Le regateamos su condición de género al hombre que se siente atraído por otros hombres, a la mujer que gusta de otras mujeres. Incluso entre hombres heterosexuales queremos encontrar diferentes “grados de hombría”, lo que, como un buen amigo académico y especialista en psicoanálisis me lo explicaba, no es otra cosa que una expresión de la cultura hegemónica del falocentrismo.

Hace algunos años una estudiante universitaria refutaba mi idea de que los regiomontanos éramos apáticos respecto de la defensa de las causas sociales. Este 1 de junio, en que se conmemoró el Día del Orgullo Gay, me quedó claro lo que esta ex alumna señalaba: Monterrey está dejando de ser la ciudad conservadora de antaño. Miles de personas celebraron la 19 Marcha de la Diversidad, recorrieron el centro de la ciudad sumándose a la exigencia por la ampliación de derechos civiles, demandando leyes que amparen la identidad de las personas transgénero. Se realizó además una boda colectiva de 23 parejas, en cuya ceremonia estuvo presente el director del Registro Civil del estado.
Es inminente la ampliación de derechos civiles y la defensa de la causa del movimiento feminista y de la comunidad LGBT. Nos toca a todos y todas, pero principalmente a los hombres que al menos en el papel nos asumimos y presumimos de nuestra heterosexualidad, apoyar y defender las causas de las minorías. Quienes nacimos con sexo masculino (heterosexuales o gays) sabemos que el dominio que por tanto tiempo nos ha permitido nuestra masculinidad vino por el azar de la conjugación de cromosomas en el momento de la concepción y por la milenaria construcción cultural del patriarcado contra las mujeres. Quizá sea momento de abrirse realmente, de arriesgar a perder privilegios cada vez más cuestionados, de dejar de ser macho para ser realmente hombre.
El Monterrey actual apunta a la diversidad en cuanto a género, origen étnico, clase social, ideología, religión. Sin embargo, todavía quedan profundos resabios de intolerancia y segregación. Estos remanentes de desigualdad y exclusión chocan con la apertura y tolerancia de gran parte de las nuevas generaciones, quienes tienen mucho más que enseñarnos a los que inevitablemente ya nos hemos vuelto mayores. Además, es justo que apoyemos a los más jóvenes y sus causas, pues al final son ellos quienes construirían y vivirán mucho más del futuro Monterrey.
3 de junio de 2019
Referencia: Paz, Octavio (2014). El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura Económica (primera edición publicada en 1950).