Sobre los derechos y las vidas vulnerables / por Ignacio Irazuzta

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La semana pasada se vio interrumpido nuestro curso habitual de editoriales por la publicación de una carta dirigida al rector de la Universidad Autónoma de Nuevo León y firmada por nuestro colectivo. En ella se exponía la crítica situación que enfrenta la Facultad de Trabajo Social y Desarrollo Humano de esa universidad en cuanto a la situación laboral de muchos integrantes de su cuerpo académico: despidos improcedentes, reubicaciones y, en general, un clima de acosos en el desempeño de la labor académica cotidiana ejercidos de manera arbitraria por la directora de esa Facultad. Los casos que allí se exponen son descarnados, o por lo menos lo es el de quien desencadena la situación que ha llevado al pronunciamiento de profesores, alumnos y de nuestro colectivo. Una grave circunstancia de padecimiento personal que expone de manera cruda el cuerpo de dicha persona como motivo de la “falta” que propicia el despido y justifica el reclamo que se hace en la misiva.

La publicación de ese texto en nuestras redes sociales ha provocado el goteo de solidaridades y de mensajes que exponen situaciones semejantes en otras facultades de la UANL. Casos de despidos por orientación sexual, vejaciones y acosos que provocan diversas situaciones de estrés y malestar físico y psicológico por el mero desempeño laboral. En general, en estos mensajes recibidos y en los otros casos que presenta nuestra carta, es notoria la exposición de los cuerpos de las personas afectadas y, correlativa y significativamente, la ausencia de referencias al ambiente abiertamente despótico de ejercicio del poder en los mandos medios, y por extensión también en los superiores, de la organización académica. Es notorio además que ello suceda en una institución, la universidad, que desde 1918 en América Latina, con aquella legendaria Reforma de Córdoba, Argentina, se pretendió la vanguardia de la democratización social, sosteniendo su autonomía en la constitución de un gobierno democrático elegido y ejercido de manera paritaria por maestros, personal administrativo y estudiantes.

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Portada de la revista Caras y Caretas sobre la Reforma universitaria de 1918. Buenos Aires,  octubre de 1918

¿Qué lectura crítica de nuestras sociedades podemos hacer a partir de esta triste circunstancia? ¿Cuál es el significado de la sobreposición del cuerpo individual al cuerpo colectivo en el reclamo de justicia? ¿Qué nos indica esa exposición del padecimiento individual, del sufrimiento, como motivo de una demanda? ¿Qué significa que tengan que esgrimirse “razones humanitarias” para afrontar la defensa de derechos laborales? ¿Qué nos dice, por tanto, que el cuerpo del individuo, con su padecimiento, haya quedado solo frente al poder, huérfano de instancias colectivas que lo protejan?

El antropólogo Didier Fassin cree que esta exposición del cuerpo sufriente para hacer valer derechos es reveladora de formas contemporáneas de gobierno. Se trata de una “biolegitimidad” consistente en una suerte de “reconocimiento social de última instancia que se intenta hacer valer cuando los restantes fundamentos de legitimidad parecen agotados”; un ejercicio de “gobierno por los cuerpos que es también un gobierno de los cuerpos”, dice Fassin, [1]  y donde la necesidad extrema, el patetismo y la desdicha dan forma a la subjetividad de los gobernados y define un modo de relación con los gobernantes.

Fassin llega a esta caracterización analizando dos casos concretos de exclusión social radical, los de solicitantes de asilo y de fondos de urgencia social para desempleados, ambos en Francia. El panorama es lejano, geográfica y socialmente, al asunto que aquí nos ocupa. Pero tal como en la carta dirigida al rector se presenta, la situación es la misma: el cuerpo sufriente se presenta como fuente de derecho. Aquellas circunstancias que parecían afectar solo a los “sin derechos”, que se presentaban como propias de las “vidas descartables”, han llegado al mundo de los integrados, de los “normales”, de las vidas ordinarias, como si lo que otorgara carta de ciudadanía fuese alguna causa de victimización, como si la vulnerabilidad fuese hoy el motivo alrededor del cual se constituyen los sujetos, como si el padecimiento individual primara sobre los derechos colectivos[2].

¿Por qué la desdicha individual parece hoy un recurso más legítimo que la denuncia de un ejercicio de poder despótico y, consecuentemente, que la lucha por la democratización del poder público? ¿Cómo interpretar este devenir? La sociología y la ciencia política de los últimos tiempos se han afanado en explicar con hipótesis holgadas los constantes procesos de desinstitucionalización de la sociedad y ello significa que aquellos derechos de los que, por mandato moderno, somos portadores y nos constituyen como sujetos, derechos laborales en el caso que nos ocupa, pero de ciudadanía en una consideración más general, cumplen escasa función. Parecen papel mojado. En ese marco en el que los sindicatos ya no representan a sus trabajadores ni éstos se ven representados en ellos, las vulnerabilidades se sobreponen a los derechos, establecen jerarquías de legitimidad por patetismo y, de esa forma, alteran el principio de igualdad que hacía de la instancia colectiva un mecanismo de protección individual. Y todo ello sucede hoy en la universidad, que otrora se pretendió la avanzada en estos asuntos. Ojalá que las denuncias que se presentan en nuestra carta sirvan para recuperar aquella pretensión y nos encaminen a la democratización social. Soplan vientos a favor para ese cometido.

[1] Fassin, Diddier, (2018). Por una repolitización del mundo. Las vidas descartables como desafío del siglo XXI, Buenos Aires, Siglo XXI, pp. 77 y 78.

[2] Gatti, Gabriel & Irazuzta, Ignacio (2017). “El ciudadano-víctima. Expansión, apertura y regulación de las leyes sobre vidas vulnerables (España, Siglo XXI)”. Athenea Digital, 17(3), 93-114. https://doi.org/10.5565/rev/athenea.1808

Imagen de portada: «Agentes sociales», de David Birks, 1989

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