La democracia vive de la participación crítica e informada de la población. Para ello debe haber, en el plano societal, garantías (derechos) y espacios de participación reales y efectivos. También son necesarias la capacidad de raciocinio y de análisis crítico de la realidad y la confianza de que el involucramiento en procesos colectivos tenga sentido y significado. En oposición, la indiferencia, la desesperanza, el desánimo y el cinismo conllevan a la pasividad, al apartamiento de los asuntos colectivos y, por ende, a la obstrucción del ejercicio democrático. Desafortunadamente, tales estados de ánimo predominan en millones de personas. Siendo un fenómeno masivo, estos temples no son atribuibles a eventuales problemas psicológicos de los individuos o a sus rasgos de personalidad. La presencia masiva de la consternación y la desmoralización no es fortuita sino constituye ella misma un fenómeno político: es, por una parte, expresión de la crisis del sistema político y coadyuva, por la otra, a reproducir esta misma crisis. Cuando una parte de la ciudadanía renuncia fastidiada a la participación política, los intereses económicos y políticos de la minoría dominante enfrentan menos riesgos de imponerse en la definición del rumbo de la sociedad. Lejos de ser un problema para la formación societal actual, la indiferencia y la pasividad políticas se han convertido en dispositivos de gobernanza convenientes.
¿Cómo se construye la resignada renuncia de tantas personas a la participación democrática si al mismo tiempo el Estado no esmera recursos para incitar la participación política de los/las ciudadanos/as? Algunos/as científicos/as sociales han argumentado que la despolitización se relacionaría con refinados mecanismos de manipulación – representados sobre todo por el Estado, instituciones educativas y los medios de comunicación masivos – que operarían a la mano con un aparato represivo que no sólo vigilaría sino que aplacaría y oprimiría – incluso anticipadamente – a grupos e individuos potencialmente rebeldes. Ante los muchos ejemplos de represión política que emanan de los aparatos de Estado es difícil refutar este modelo explicativo. No obstante, considero que no es tan vasto como pretende ser. Mi crítica se centra en el hecho que tales teorías toman como punto de referencia sólo la experiencia de los ciudadanos con y en el sistema político (la decepción ante las promesas rotas de parte de gobiernos, partidos y representantes políticos; la constatación de la corrupción como vehículo de decisiones políticas, etcétera) y dejan de lado la dinámica de las sociedades de clase tal como se manifiesta y es vivenciada por los ciudadanos en la vida cotidiana. El argumento que pretendo sostener es que tal dinámica social clasista genera a diario situaciones que confrontan a los/las ciudadanos/as con su estado de indefensión y, por ende, con su enorme vulnerabilidad incluso cuando – en teoría – tendrían el derecho a su lado. Dado el carácter insustancial de gran parte de estas vivencias cotidianas (sobre todo, cuando son comparadas con los grandes atracos a los derechos fundamentales reportados por los medios de comunicación), los individuos descartan de denunciarlas y se adaptan a regañadientes a las circunstancias adversas. Pero ello significa siempre la aceptación tácita de la propia impotencia. Para evitar el enorme desgaste emocional que implican estas situaciones adversas, los individuos se tornan poco a poco insensibles e indolentes. La indiferencia constituye por ello un mecanismo de protección ante la frecuente experiencia de estados de vulnerabilidad.
En nuestras sociedades actuales nos sobran ejemplos de situaciones cotidianas dolorosas. Recientemente compré un boleto de avión en Air France. En su página web la compañía ofreció a su clientela en México cuatro formas de pago todas explícitamente sin costo adicional. Entre éstas escogí la transferencia bancaria. Días después de haber efectuado el pago descubrí inadvertidamente que mi reserva había sido cancelada. Tras horas de paciente espera en la atención telefónica a clientes supe que el banco en Holanda, que había recibido la transferencia, había sustraído de mi depósito cuarenta dólares por concepto de comisión. A pesar de mi protesta fundamentada, la compañía no reconoció su error de no haber advertido a su clientela de tal cobro y se rehusó a entregarme los boletos. Tuve que realizar un segundo depósito. Dado que los operadores de Air France desconocían el monto exacto de la comisión del banco holandés, opté por transferir ahora ochenta dólares con tal de que llegaran los cuarenta faltantes. Durante mis llamadas al centro de atención a clientes de la aerolínea me topé con todo tipo de reacciones de parte de los operadores: algunos eran amables y empáticos aun y cuando no podían hacer más que canalizarme a un superior; otros irónicos, burlones o cínicos. Durante semana y media pasé por todo tipo de estados emocionales: en ciertos momentos sentí un enorme coraje y una gran rabia; en otros recuperé la esperanza de ser capaz de poder resolver la situación que pronto se vio desplazada por la angustia y la desesperación. En ciertos instantes experimenté incluso vergüenza y empecé a auto-culparme. Estas emociones no se explican sin referencia a la estructura organizativa con la que me enfrenté. Nunca pude hablar con un funcionario de Air France sino sólo con los operadores de un call center que trabaja para dicha aerolínea bajo la consigna de que la compañía siempre tiene la razón incluso cuando no la tenga. Al no pertenecer a Air France los operadores no cuentan con autoridad alguna para tomar decisiones. Tuve que reconocer que el problema no se resolvería si insistía en mis derechos. Me sentí como un insecto dando patadas en el aire.
La vida cotidiana está llena de experiencias como la mía: en la calle, en los bancos, en los comercios, en los hospitales, en el trabajo y la escuela. Cuando el estado de derecho está carcomido, cuando el poder se impone de facto sobre el derecho, cuando las instituciones de defensa de los ciudadanos se encuentran rebasadas y no cumplen su función protectora y defensiva, entonces a los ciudadanos no nos queda a menudo más que tragarnos nuestro coraje por recibir un mal servicio, por ser tratados de forma grosera e insensible o por sufrir un atropello a nuestras garantías por parte de empresas, instituciones o individuos con más poder. Cada una de estas vivencias nos pone en ‘nuestro’ lugar como sujetos subalternos y ratifica nuestra vulnerabilidad. En tales momentos nos damos cuenta que somos fácilmente aplastables, que estamos desamparados, frágiles y que dependemos de la ‘buena’ voluntad y ‘generosidad’ de los de ‘arriba’.
El fondo estructural de estas experiencias es la sociedad neoliberal globalizada donde los individuos colisionan con estructuras de intereses y poder que se abren paso por encima del derecho, o bien, que crean leyes a su propia medida. Es en la cotidianeidad de la sociedad de clases donde nos topamos una y otra vez con nuestra dolorosa impotencia como individuo y donde aprendemos a renunciar a nuestras necesidades, aspiraciones y derechos y a agachar la cabeza simplemente para poder vivir.
Si la indiferencia es incompatible con una democracia real y si ésta nace de la cotidianeidad de las sociedades de clases, entonces la construcción de la democracia requiere necesariamente un nuevo modelo de organización societal. En cuanto vivimos en el capitalismo la democracia existe sólo como aspiración. Sin embargo, es importante no abandonar el proyecto democrático, ya que, en tanto lo abrazamos, alienta nuestro espíritu de lucha y nuestra capacidad de resistencia ante las adversidades del presente y nos permite construir activamente un nuevo futuro.
23 de abril de 2018
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