El origen del colectivo Académic@s de Monterrey 43 tuvo lugar en un contexto de dolor e indignación, pero también de solidaridad y esperanza. Las intenciones de realizar acciones comunes, mantener la memoria, luchar contra el olvido, superar el individualismo y, con nuestro quehacer, sumarnos a las acciones de otros colectivos, nos convocaron el pasado el pasado sábado 17 de febrero en la Plaza de los Desaparecidos. Particularmente, nos movió el acto de exigir justicia para Guadalupe Campanur y el pueblo p’urhépecha; pero no olvidamos que en 2017 fueron asesinados 312 activistas en el mundo, y que el 67% de ellos eran defensores de los derechos sobre la tierra, el medio ambiente y los pueblos indígenas[1]. Va a continuación el texto compartido.
Alzar la voz y denunciar la violación de derechos humanos es, de por sí, ejercer nuestros derechos.
Temer no es una opción cuando se busca transformar un país en el que estamos constantemente bajo amenazas de sufrir desaparición forzada, tortura (que, si somos mujeres, toma forma de violación sexual), asesinato y, después de la muerte, ser utilizados como recurso didáctico. La intención de mostrar un cuerpo martirizado tiene como función enseñarnos lo que somos en potencia. Y es que esos actos son educativos, estrategias de una pedagogía de la crueldad, como la ha llamado Rita Segato.
Ser educados en esas formas nos va debilitando y, queriendo encontrar la fuerza dentro de nosotros mismos, podemos llegar al aislamiento. Observemos que de esa forma se completa el proceso: morir anímicamente, convertirnos en muertos vivientes, en cuerpos biológicos que, paradójicamente, no viven. Bajo esa educación sobrevivimos para producir y morir.
La única forma de recuperar la voluntad, la energía y el coraje para recobrar la humanidad es levantar la mirada y observar que hay otros ojos similares, muchas más soledades; unirnos.
Unirnos no es un asunto abstracto, los actos de coraje son propios de la cotidianidad: hablar, escuchar, sentir. Reconocer frente a alguien más que sentimos es un verdadero acto de valor en la sociedad de la eficiencia y el (auto)control.
Sin embargo, el malestar que nos provoca reunirnos para dolernos y externar la rabia tiene también otra motivación: la confianza de que otro mundo es posible, el optimismo (ese que no es ingenuo) de saber que juntas y juntos logramos mucho más que caminando por nuestra cuenta.
Lupe Campanur sigue viva en actos como el del pasado sábado y en nosotros a partir de lo que le hemos aprendido; su liderazgo comunitario nos enseñó que desde la posibilidad y desde la esperanza la vida vale la lucha y la lucha vale la vida. Lupe como educadora nos recuerda que “la educación verdadera es reflexión y acción del mundo para transformarlo”, como diría el buen Paulo Freire en La educación como práctica de la libertad. Y una propuesta pedagógica como ésa, de ruptura, de cambio, es contraria al modelo de adaptación que la modernidad ha impulsado. No podemos adaptarnos a la muerte; por eso, nuestra lucha es por la vida.

En ese sentido, los pueblos indígenas, particularmente las comunidades cuyos miembros aún se reconocen como parte de un todo sin el cual no sobrevivirían, tienen mucho que enseñarnos.
Guadalupe fue educada en Cherán, en donde tierra y vida son sinónimos, y luchar por la permanencia y contra el abuso, es consonante a la dignidad. En otros espacios el contexto ha sido diferente: la relación entre seres humanos se ha corrompido y los vínculos con el territorio están pervertidos. Algunos hemos nacido en núcleos que, si bien nos va, se reducen a los lazos parentales de la familia en su forma más básica. Así pues, se hace necesario mirar hacia donde nos vuelvan la voluntad y el orgullo que nos mantengan de pie. Aquí estamos.
Es necesario recordar que no hay que olvidar y olvidar para recordar. Sí, duele, por eso estamos aquí, porque es juntos y mirándonos como recordamos a la cantidad de defensoras y defensores de los derechos humanos, periodistas comprometidos, líderes comunitarios y ambientalistas que han sido asesinados por resguardar la vida. Pero no debemos olvidar que en este país también ser joven y ser mujer pueden ser «causales».
También vale olvidar lo que se nos ha enseñado con tanto ahínco: que dependemos de nosotras y de nosotros mismos de manera individual, que competimos por la vida, que el mundo es de quien lo conquista. ¡Mentiras! Recordemos que es juntos que sobrevivimos y juntos le damos sentido a la vida. Recordemos que la solidaridad es la base de toda posibilidad humana. Recordemos que el amor es cuidar del otro y que nos necesitamos para espabilarnos, porque la ira no es lo mismo que el coraje. Recordemos que nuestro impulso, nuestro motor, la vida misma, es lo que hacemos justamente aquí, y que se vive en plural.
En este momento vale preguntarnos: ¿qué vemos cuando nos miramos? ¿La defensa de la vida y de la tierra nos excluye por vivir en el concreto? ¿Qué hacemos con el malestar que sentimos? ¿Qué hemos aprendido y qué necesitamos aprender ahora, bajo estas circunstancias?
Es momento de parar la paranoia que nos ha hecho pensar que el enemigo está en la familia o en la escuela, en el servidor público o en el profesor, en el compañero de trabajo o en el estudiante. Basta de culparnos unos a otros y reclamarnos algo que va más allá de los individuos. Cuestionemos qué fue lo que mató a Guadalupe Campanur y a tantos más. Y juntas, juntos, dilucidemos qué es lo que sí podemos hacer. Recordemos no olvidar que la vida es lucha, y que luchar por la vida es el único modo de vivir.
Nos solidarizamos con el pueblo p’urhépecha y exigimos justicia. Exigir justicia es reivindicar nuestros derechos. Todas, todos somos Guadalupe Campanur. Continuemos… ¡Hasta que la dignidad se haga costumbre!
17 de febrero de 2018
Texto leído en la conmemoración en Monterrey del asesinato de la activista
purépecha fundadora del cuerpo de guardabosques de la comunidad de Cherán.
[1] Informe anual sobre defensores/as de derechos humanos en riesgo 2017