Mirándonos al espejo: racismo y trabajo del hogar de planta / por Séverine Durin

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Cuando Aurora salió de la preparatoria deseaba estudiar enfermería y había pen­sado ingresar a la escuela de La Marina, en el puerto de Tuxpán, Veracruz. Sin embargo, como no realizó los trámites a tiempo, la joven huasteca (tének) pos­puso un año su proyecto profesional, y mientras tanto, salió de su pueblo rumbo a Monterrey para conseguir trabajo. “Yo me imaginaba entrar a trabajar en una fábrica, trabajar y apoyar a mi mamá y a mis hermanos”, recuerda Aurora.

Reunir los documentos necesarios para presentar una solicitud de empleo en una fábrica resultó ser una odisea. Sacar la credencial de elector y después pedir un número de seguro social significaron posponer el inicio de su trayectoria laboral, pues Aurora tuvo que regresarse a su pueblo para tramitar su identificación oficial. Meses después, una prima con experiencia de trabajo en Reynosa le propuso que la acompañara. Fue así como llegó a la ciudad fronte­riza con sus papeles en mano.

A la semana de estar en Reynosa, sintiéndose incómoda en casa de su pri­ma, Aurora se dirigió a Monterrey. Ahí se hospedó con una amiga de la pre­paratoria que trabajaba en una fábrica donde aquélla entregó una solicitud de empleo. Un día, al acompañar a su amiga a realizarse una ecografía, la radió­loga le preguntó a Aurora si tenía trabajo. Al contestarle que no, ésta le ofreció trabajar en su casa para cuidar a sus hijas y le dijo que la trataría igual que a ellas:

“La doctora me empezó a hablar a mí y preguntó que si somos hermanas, pero éra­mos amigas nada más, no somos hermanas. Y ya después me preguntó que si yo tenía trabajo y ya le dije que no. Me dice que de qué trabajo ando buscando, pues ya en ese tiempo quería de lo que encontrara, y ya me dice que si no le quería ayudar en su casa, ahí a cuidarle las niñas, que eran niñas que tenía, eran cuatro niñas, una ya estaba más grande y una tenía cinco años. Quería que le ayudara a cuidar, lo que era ver que se bañaran, que hicieran la tarea, y que le ayudara a su prima ahí en lo que yo pudiera hacer, me dijo que le pensara y que luego le avisara al siguien­te día, que era un sábado, que ella todavía iba a ir hasta las diez de la mañana, que ahí la buscara si yo decidía ir a ayudarle. Y pues como hacía una semana que había llegado y no hacía nada, pues dije, ya sea que hable a la fábrica o que ya no hablara, dependiendo cómo me sintiera ahí. Pues ya fui, lo que fue el sábado fui a ver a la doctora y de hecho ni sabía cómo se llamaba, ya nada más pregunté ahí por la que hacía los ecos, porque nomás sabía que hacía ecos, no sabía ni cómo se llamaba y ya después, ya me dijo que ella se llamaba María Antonia y dijo que la esperara, nada más iba a atender a uno de sus pacientes y decía que me iba a llevar a ver la casa, que depende de si veía yo que era mucho trabajo, era mi decisión si quería seguir o si le decía que no. Pues le dije que sí, que iba a ir con ella y fuimos. Me preguntó que qué pensaba hacer, bueno, que ya trabajando qué pensaba hacer, qué iba a hacer con el dinero. Yo le dije que mi idea era seguir ayudándoles a mis papás, ayudarles económicamente. Me dijo que no me preocupara en eso, que todo el dinero que yo ganara que se los iba a enviar a mis papás, lo que era la comida, que tenía que comer ahí con ellos y que en ropa pues iba a ser lo mismo, que me iban a tratar igual como a sus hijas, porque eran puras hijas las que tenían”.

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En la Alameda de Monterrey. Foto de S. Durin, nov. de 2015.  PortadaMi nana y yo, Frida Kalho, 1937 

La escena es aleccionadora. Aurora está buscando empleo y sin manifestarlo verbalmente le ofrecen uno como trabajadora del hogar. ¿Fue éste un asunto de suerte? No era un empleo en una fábrica con las prestaciones de ley, seguro social e Infonavit, sino uno en casa para cuidar niñas. ¿Por qué le ofrecieron este empleo? ¿Quiénes entre las lectoras de este libro han recibido una oferta espontánea de empleo al acompañar a una amiga a una cita ginecológica? Hasta resulta insólito, pero no lo es tanto si aceptamos que nuestros cuerpos y nuestras actitudes revelan información acerca de quiénes somos y la posición que ocupamos en el campo social.

En una cita médica es poco probable que me ofrezcan un empleo “para ayudar en casa”, y lo más posible es que mis ojos azules, tez blanca y mi pronunciación afrancesada sean motivo de curiosidad acerca de mi origen, y que me digan “qué bonito es tu país” y me pregunten “¿y no extrañas allá?”. Mi cuerpo dice parte de quién soy, una mujer europea, y a su vez, por esta misma apariencia se me niega la posibilidad de ser vista como una mexicana, que lo soy por naturalización. Mi fenotipo contradice la representación racializada de la nacionalidad mexicana; más bien, se me visualiza en el rol de empleadora en razón de la asociación entre blancura y ser parte de la élite.

Aurora no luce europea, sino indígena. Es menuda, tiene el cabello largo, la piel morena, los ojos oscuros, los pómulos altos y, sobre todo, es muy tími­da y habla en voz baja. Su cuerpo parece buscar las esquinas y los rincones. Su apariencia, como la mía, sugiere que no pudimos haber nacido en esta ciudad. Ambas somos objeto de un proceso clasificador conocido como malinchismo. Desde este punto de vista yo represento la parte evolucionada de la cultura y ella la parte negada, el México profundo (Bonfil, 2001). Ella y yo personificamos dos alteridades de la identidad mexicana legítima, encarnada por el ciudadano moderno mestizo descendiente de la violencia colonial.

Si ante la mirada de los demás yo tengo aspecto de “señora”, entonces Au­rora tiene apariencia de “sirvienta” porque se ve indígena e insegura, pero tam­bién, porque tiene escasos 19 años de edad y no tiene hijos. Y para que no haya duda respecto a sus obligaciones, su futura empleadora le pregunta “¿y qué vas a hacer con tu dinero?” Enviarlo a sus padres significa que su destino no será mantener a un hijo ni pagar una renta. La conclusión es rápida: Aurora es el sujeto ideal para trabajar en casa porque es indígena, soltera y disponible de inmediato. Nótese que el acuerdo inicial no incluye una discusión sobre la re­muneración o la carga de trabajo, sino únicamente que será tratada como una hija. Aurora es infantilizada y colocada en una situación paternalista, es decir, fuera de un posible marco de relaciones laborales.

Hemos de preguntarnos por las condiciones que han propiciado tan poten­te intersección entre las desigualdades de género, etnicidad y edad, en torno al ejercicio del trabajo del hogar. ¿Por qué las “sirvientas”, aquellas que se quedan en casa, son necesariamente imaginadas como mujeres indígenas y jóvenes? Las palabras importan: el término “sirvienta” no es políticamente correcto y tampo­co lo es la situación descrita. Como bien lo evidencia la contratación de Aurora, estas trabajadoras de planta no son imaginadas como mujeres con derechos y prestaciones, más bien, como hijas que recibirán manutención a cambio de rea­lizar labores domésticas. La representación que les es asociada es de la sirvien­ta, incluso, de la criada. Popularmente las trabajadoras del hogar son llamadas “sirvientas”, “muchachas”, incluso “gatas”, este último concepto es altamente despectivo porque les priva de humanidad y las animaliza. Sólo las trabajado­ras organizadas, que hoy en día constituyen una minoría, piden ser designadas como “trabajadoras del hogar”. Usar los términos de “sirvienta” y “muchacha” es reconocer la prevalencia de una relación paternalista entre ellas y los “señores”.

Abramos bien los ojos aunque nos duela en el alma, porque desde el México colonial los indígenas han sido considerados como seres distintos e inferiores. Asimismo, es una realidad que los ideales republicanos no permearon de manera uniforme en la sociedad ni instauraron la igualdad. Hoy en día amplios sectores de la sociedad consideran a los indígenas como personas atrasadas, portadoras de valores campesinos —que han de desaparecer— y criados en contextos de pobreza extrema. La representación social de los indígenas es perversa debido a que oscila entre el paternalismo, siempre dispuesto a ofrecer protección y dádiva, y la tentación de restarles derechos con motivo de que “se contentan con poco”. El racismo hacia los indígenas es una realidad en México. Prueba de ello es que las “sirvientas” son pensadas como indígenas; además, dicha idea es un estereotipo difundido en muchas telenovelas mexicanas (Durin y Vázquez, 2013).

29 de enero de 2018

Extracto del libro próximo a salir: Yo trabajo en casa. Trabajo del hogar de planta, género y etnicidad en Monterrey, pp.47-50, Séverine Durin, CIESAS, México.

 

-Bonfil, Guillermo. 2001, El México profundo. Una civilización negada, México, Conaculta.
-Durin, Séverine y Natalia Vázquez. 2013 “Varones en el servicio doméstico en el área metropolitana de Monterrey. Ideologías de género en la organización del trabajo”, Trayectorias, año 15, núm. 37, pp. 53- 72.

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