En México, como en otros países, julio es sinónimo de vacaciones. En este tiempo, profesores y estudiantes suspendemos las labores escolares. Pero ¿de qué nos libramos en este intermedio?
El Diccionario de la lengua española define escuela como “establecimiento o institución donde se dan o se reciben ciertos tipos de instrucción”. En la misma entrada, el documento alude a la etimología griega de la palabra: σχολή scholḗ; propiamente ‘ocio’, ‘tiempo libre’. Y aunque no hay contradicción en ambas puntualizaciones, son las intenciones de dicha entidad las que nos llevan a cuestionar si en los procedimientos escolares que se desarrollan en ese espacio tienen lugar la libertad y la recreación (individual y colectiva).
Los hechos nos llevan a mirar a la escuela moderna como un lugar cuyo fin es de preparación para el futuro, en donde la utilidad de las ideas parece estar en el centro de sus propósitos. Las universidades mismas se han convertido en centros de capacitación para el trabajo, cuyos programas responden en gran medida a las necesidades de los empleadores.
Entonces, ¿podemos decir que la idea de escuela como espacio de ocio sigue teniendo vigencia? La evidencia indica que no. La labor de quienes ahí acudimos se concentra justamente en eso: en el trabajo. La actuación de profesores y estudiantes se centra en la transmisión de contenidos cuyo fin tiene que ver más con la generación de ingresos que con la generación de ideas. La vida en la escuela se convierte en la vía para la supervivencia. Los actos presentes en la escuela se concentran en el futuro, cuyo centro es la posibilidad de contar con techo, vestido y comida. Así, el goce de experimentar el aprendizaje, es decir, esa crisis por la que se llega al descubrimiento queda en un segundo plano.
En su libro “Defensa de la escuela. Una cuestión pública”, Jan Masschelein y Marteen Simons[1] relatan que la escuela en la antigua Grecia fue un lugar en el que los esclavos disponían de un tiempo y espacio para ser humanos; pensar y reflexionar, confrontar y generar ideas eran las actividades que ahí realizaban. Pareciera que hoy, la escuela es justamente lo contrario. El hecho de plantear los conocimientos como útiles para la supervivencia indica que, en cierta medida, la escuela es el cimiento para la esclavitud moderna, ésa de la que no siempre nos percatamos.

La cotidianidad puede llevarnos a obviar situaciones que, aunque nos incomoden, son poco problematizadas. Los días y los años suceden y la normalización tiene lugar. Si hiciéramos un ejercicio en el que tuviéramos que enlistar los males que aquejan a la sociedad, en pocos minutos llegaríamos a mencionar una larga lista de aquellos que hemos sufrido en carne propia. La delincuencia, la corrupción, el empleo precario, el desempleo, la violencia de género y la discriminación social serían algunas de las dolencias nombradas en ese proceso de reflexión. La escuela podría ser ese espacio en el que nos dolamos juntos y, al mismo tiempo, inventemos formas para atenuar el malestar. Al menos ahí, nuestras relaciones podrían ser diferentes. Quizá esas experiencias repercutirían en las formas de interacción fuera de los muros escolares.
Y es que, aunque el sistema educativo proponga a la escuela como semillero para la resolución de los problemas sociales, es necesario observar que sus muros son permeables: lo que pasa afuera pasa adentro, y lo que sucede adentro se reproduce afuera. La escuela es más que un lugar, es un conjunto de actores y programas. La programación misma ha excedido sus límites: no podemos pedir a la escuela que resuelva lo que somos incapaces de soñar, puesto que los sueños han sido exiliados del plantel.
Es por lo anterior que Masschelein y Simons proponen que la escuela sea un espacio de suspensión, un rincón seguro en el que se reconozca que todos somos iguales, un lugar en donde tengamos la conciencia de que nadie lo sabe todo y nadie lo ignora todo (así lo diría el educador brasileño Paulo Freire). De esa manera, la escuela sería un espacio donde cabría la posibilidad de crear y recrear ideas y relaciones, un lugar en el que se abrirían las posibilidades para la transformación social. No obstante, primero habría que transformar la escuela.
En este mes, soñemos lo imposible: que las vacaciones se extiendan y que la escuela en sí misma sea un espacio de suspensión en el que podamos pensar(nos) y repensar(nos), ser humanos.
10 de julio de 2017
[1] Masschelein, Jan y Marteen Simons, Defensa de la escuela. Una cuestión pública. Buenos Aires: Miño y Dávila editores, 2014.