
Realidad causal, fantasmas, tiempo, comunicación, lenguaje, comunidad de los hombres presentes y comunidad y comunicación de los hombres actuales con los que ya han vivido; todo esto se plantea como problema […] y se revela como la estructura del tiempo histórico en la conjunción entre presente, pasado y futuro, entre lo olvidado y lo despertado, lo esperado y lo proyectado.
Enzo Paci, Función de las ciencias y significado del Hombre
I. No hace mucho tiempo alguien decía que en un determinado sentido la autonomía no es autónoma, que no lo es de la historia ni de los dilemas en los que toda sociedad se halla inscrita sino que más bien “remite siempre a interrogantes que la determinan y le proporcionan un contenido y una dirección: ¿autonomía de qué?, ¿autonomía para qué?, ¿autonomía para hacer qué?, ¿autonomía con quién?”.[1]
El punto de partida es pertinente no solo por ser real, sino porque a menudo esa misma realidad tiende a ser obviada o a perderse de vista. La autonomía universitaria no solo concierne a las universidades; tampoco debe entenderse como generada, explicada y resuelta únicamente dentro de sus marcos institucionales. Justamente en ese sentido es que aquella no es autónoma, ni inmune o independiente respecto de la historia ni de los eventos socio-políticos que rodean a las universidades en tanto que organismos particulares del cuerpo social.
El cuestionamiento, incluido el utilitario de la autonomía, es también válido y necesario en tanto que aquellas son preguntas que han dejado de hacerse. Pero estas no son aún suficientes. Una vez establecidas las respuestas —y contrastadas en cada caso las expresiones teórico-formales con las realidades histórico-concretas— es una necesidad consecuente la de enfocar a la autonomía misma, lo que ella es en el discurso y lo que efectivamente es en las distintas realidades específicas en las que encarna.
II. Si concebimos a la universidad como un pueblo en miniatura podemos aplicar al examen del problema de la autonomía prácticamente los mismos criterios, los mismos conceptos y los mismos razonamientos que la teoría política ha empleado para estudiar los grandes temas del origen y el asiento de la soberanía y la potestad estatales. De ese modo se abre de inmediato ante nosotros la clásica confrontación entre el contrato de sujeción y el contrato de asociación. El primero concibe el origen, el ejercicio del poder estatal y sus relaciones con los gobernados-súbditos en el escenario de una comunidad constituida que transfiere su poder —previamente otorgado a ella por vía divina— al monarca. Aunque se negase la concesión directa del poder por Dios a los reyes y se afirmara que estos lo reciben por intermediación del pueblo, una vez transferido los gobernados quedaban sujetos al poder de los monarcas y estos en posesión permanente de la potestad.[2]
El segundo contrato no es otro que aquel que inaugura y expone con toda nitidez Rousseau; para él el poder supremo en modo alguno puede ser modificado ni enajenado y el gobernante es tan solo un mandatario, como se supone que lo es en las repúblicas modernas, cuya función —añade Rousseau— es revocable en todo momento. El único contrato que Rousseau reconoce en el Estado es el de asociación, y este excluye a cualquier otro. Esta disyuntiva, que concierne tanto al origen como al depositario de la potestad, es la base fundamental y primigenia sobre la que se asientan las formas de gobierno.
Puede parecer un basamento muy lejano puesto que hoy ningún gobernante en sus cabales, sea republicano o monárquico, afirmaría que su poder le viene de Dios; no lo parece tanto si se considera que la revocabilidad no opera en parte alguna y que el mismo decisivo asunto de la representatividad es indubitablemente engañoso o relativo, con representantes que se separan del cuerpo electoral en el momento mismo de su asunción y pasan a representar no al elector ante el Estado sino al Estado frente al elector.
III. La autonomía implica necesariamente autogobierno, pero ni la una ni el otro presuponen eo ipso la democracia. Si bien una universidad libre es una universidad que se autogobierna, que sea libre frente a los poderes externos no significa automáticamente que sea libre y democrática también en sus relaciones internas. Todo dependerá de la forma de ese autogobierno y de las normas por las cuales se rija. También de cómo se conciba a sí misma la universidad en tanto que organismo supremo para la enseñanza y para el desarrollo, la ampliación y la profundización del conocimiento. Las posibilidades de acceso, abiertas o restringidas por motivos extra culturales, son un elemento adicional a tener en cuenta.
En pleno apogeo del franquismo un alto funcionario educativo esbozó sin embozo una visión descarnadamente aristocrática de la universidad:
La cultura superior debe ser terminantemente proscrita para cuantos no la vayan a saber vivir, estimar y aprovechar. Eso es patrimonio de elegidos: y los elegidos no pueden ser nunca numerosos. […] Se ha insinuado muchas veces que las puertas de la Universidad deberían estar abiertas de par en par, en afanes demagógicos fundados en no sabemos qué imperiosa necesidad de aproximarla al pueblo. Pero la verdad es que ni a él ni a ella les conviene estar juntos, pues todo lo que habrían de conseguir sería el uno no ganar nada y la otra proletarizarse.[3]
Sobre esa cruda concepción el funcionario pudo aun así manifestarse a favor de las universidades libres, lo cual demuestra que “la libertad” posee múltiples fisonomías y admite acepciones diversas, incluidas aquellas en las cuales lo libre es dudoso, escaso o ficticio. Ello no obstante deslizaba también un diagnóstico certero: que “la Universidad, mal que nos pese, quedó convertida en una rueda más del mecanismo público”, si bien remitía este infausto suceso a la primera mitad del siglo XIX.
IV. Hasta muy avanzado el XIX y durante varios siglos las universidades fueron confesionales, en una larga época en la cual la filosofía equivalía fundamentalmente a la teología. Ello no impidió, dicho sea de paso, apreciables producciones en el terreno de la economía —particularmente en lo concerniente al análisis monetario y a la teoría del valor— y el de la ciencia jurídica. No es posible encontrar, al menos en el área hispana, mejor ni más sólido y refulgente ejemplo que el de la llamada Escuela de Salamanca, con una reserva de autores como Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Martín de Azpilcueta, Fernando Vázquez de Menchaca, Tomás de Mercado, Luis de Molina, Diego de Covarrubias, Francisco Suárez y Domingo Báñez.[4]
En pleno siglo XX, décadas después del estallido de Córdoba, el más nítido paradigma de involución lo encontramos en la universidad franquista. El espíritu textual de la Ley de Ordenación de la Universidad del 29 de julio de 1943 degradaba, pretendiendo ser su heredero, a aquellos autores y a la universidad española de los siglos XVI y XVII. Según sus delirios, la misión de esta había sido la de “servir los ideales de su [es decir, de España] destino imperial”:
De las aulas salió la doctrina que fundió el humanismo en el alma nacional, cristianizando las paganías del Renacimiento; la doctrina de la gracia suficiente salvadora, la definición del Derecho de gentes, el vivismo y el suarismo como creaciones autóctonas de nuestro genio científico; la ciencia, en suma, una y universal de espíritu católico, por la que fue posible dominar el orbe con el Imperio mayor de la Historia.
La “gran Universidad imperial” habría entrado en crisis en el siglo XVIII por el impacto de “influencias extrañas”, y con la aparición del escepticismo la “educación intelectual” sucumbió “en manos de la libertad de Cátedra” e incluso “el amor a la Patria” se resentía de “la corriente extranjerizante, laica, fría, krausista y masónica de la Institución libre”. Sin embargo, y a Dios gracias, “la Dictadura del ínclito General Primo de Rivera” y después “la Cruzada salvadora de la civilización de Occidente” recuperaron “un nuevo Estado, antítesis del liberalismo y ejecutor implacable de la consigna sagrada de los muertos: devolver a España su unidad, su grandeza y su libertad”.
En ese marco de combate a “lo extraño” y de “grandeza nacional” la universidad se instaura “como corporación a la que el Estado confía una empresa espiritual”:
La Ley, además de reconocer los derechos docentes de la Iglesia en materia universitaria, quiere ante todo que la Universidad del Estado sea católica. Todas sus actividades habrán de tener como guía suprema el dogma y la moral cristiana y lo establecido por los sagrados cánones respecto de la enseñanza. Por primera vez, después de muchos años de laicismo en las aulas, será preceptiva la cultura superior religiosa. […] la Ley, en todos sus preceptos y artículos, exige el fiel servicio de la Universidad a los ideales de la Falange, inspiradores del Estado.
Para ello, y “centrada en una justa línea media que excluye el intervencionismo rígido y la autonomía abusiva”, se estipula que “el único órgano individual directivo de gobierno es el Rector” y que “se confiere a la Universidad una prudente autonomía financiera [y] se estimula el mecenazgo”. Se echa mano de una “rígida norma de investigación y de trabajo” y se inculca “en la conciencia de los escolares la severa disciplina y el trabajo”. Incluso, fiel a la parafernalia de las solemnidades actuadas, declara que este “propósito innovador no desconoce lo tradicional ni en el aspecto más externo”, y por ello la ley “restaura la castiza y solemne elegancia de patronatos, ceremoniales, emblemas y actos que decoran el honor universitario” —cualquier semejanza con los estrambóticos y extemporáneos disfraces que aun ahora utilizan las autoridades universitarias en sus solemnes eventos no es mera coincidencia—. El profesorado y los estudiantes, por otra parte, son concebidos y organizados como cuerpos militares.
Todos estos extremos, sin embargo, no impedían afirmar la existencia de una autonomía, así fuese “prudente y no abusiva”, a pesar de la inexistencia de cualquier democracia en el funcionamiento y la estructuración de la universidad.
V. Después también de la Reforma de Córdoba y posterior a la degradación franquista de la universidad, en la cauda inmediata de 1968 se bosqueja en México otra concepción escasamente conocida de ella. No debiese extrañar pues surgió y se elaboró en una organización armada. Con el antecedente —no conocido por los guerrilleros mexicanos, es pertinente puntualizarlo— de los documentos y las teorizaciones surgidos de las luchas masivas de los estudiantes italianos hacia 1966, principalmente en las ciudades de Pisa y Turín y posteriormente del más extendido movimiento de 1967-68, teorizaciones acerca de la función política implícita en la estructura de las instituciones de enseñanza, del “poder académico” como articulación específica del sistema social de dominio del capital, de la mercantilización del estudiante y, en fin, de la progresiva homologación entre la condición estudiantil y la condición obrera, la Liga Comunista 23 de Septiembre elaboró lo que dio en llamarse “Teoría de la universidad-fábrica”.
En las antípodas de la universidad franquista y sin nada que ver con la concepción elaborada en Córdoba en 1918, como puede colegirse ya a partir del esbozo del antecedente italiano, esta teoría no podía ocuparse directamente del problema de la autonomía puesto que su asunto era totalmente otro; esto es, el desvelamiento de lo que los teorizantes armados consideraban como la verdadera identidad de la universidad y sus funciones en el entorno de una sociedad capitalista. Creada la Liga en marzo de 1973, en los documentos que han sobrevivido de sus sesiones fundacionales la teoría de la universidad-fábrica aparece en germen en la figura de la discusión del “proceso educativo”, al cual conciben —intentando seguir casi a la letra los análisis de Marx en el primer tomo de El capital y en El capital, libro I, capítulo VI (inédito), entonces recién publicado en español en 1971— como un proceso de trabajo cuya “actividad cumple funciones de trabajo útil que produce artículos”; con ello asumían “el trabajo magisterial y estudiantil como trabajo útil”.
La educación, y la universidad en particular, eran entonces concebidas como el ámbito de un proceso de producción peculiar, en el cual “para que la actividad del maestro llegue a plasmarse, realizarse como valor de uso, es necesario otro tiempo de trabajo socialmente necesario: el de los estudiantes”. La universidad incluso, sostenían, “ha llegado a ser uno de los centros neurálgicos de la producción”. Una vez constituida la organización guerrillera fundamentalmente urbana estos elementos serían sistematizados; dentro de esa lógica argumental los estudiantes adquirirían el carácter de proletarios y no serían ya tan solo “el elemento determinante de la unidad proletaria” entre obreros y campesinos.
El salto de “estudiante a proletario” es una notoria cabriola teórica no sustentada en el propio corpus marxista que la Liga pretendía retomar. En un pasaje de El capital, al llegar a un determinado nivel del análisis después de haber cubierto los distintos aspectos y consecuencias teóricas del concepto de trabajo productivo en los límites del proceso de trabajo sin más, Marx sostiene que “la producción capitalista no es ya producción de mercancías, sino que es, sustancialmente, producción de plusvalor”. Como el trabajador no produce ya para sí mismo sino para el capital, no es suficiente ahora con que produzca bienes materiales, sino que tiene que producir, específicamente, plusvalor; de hecho, solo alcanza la calidad de productivo el obrero que produce plusvalor o trabaja para hacer rentable el capital. Justo en ese punto Marx apunta que
[…] si se nos permite poner un ejemplo ajeno a la órbita de la producción material, diremos que un maestro de escuela es obrero productivo si, además de moldear las cabezas de los niños, moldea su propio trabajo para enriquecer al patrono. El hecho de que éste invierta su capital en una fábrica de enseñanza en vez de invertirlo en una fábrica de salchichas, no altera en lo más mínimo los términos del problema.[5]
Sin embargo en este pasaje, cuya idea y planteamiento específicos no se encuentran en El capital más que en ese lugar, Marx extiende la posibilidad real de la “proletarización”, en el plano económico, solo a los maestros, en un proceso “ajeno a la órbita de la producción material” en el cual los estudiantes —suponiendo que ese hubiese sido un asunto tratado por Marx, que no lo fue—, que en la concepción de la Liga serán los “trabajadores productivos” y por tanto los “proletarios”, serían una porción de la “materia prima” necesaria para la valorización del capital, es decir, para su incremento mediante la generación de plusvalor.
VI. En una nota perdida de los Cuadernos de la cárcel Antonio Gramsci asignaba a las universidades, como aspiración a materializar, la función de reguladoras de la vida cultural en sus respectivos países.[6] Esa, y ninguna otra, debiera ser la única característica de la universidad que permitiese verla como un engranaje del mecanismo estatal.
Por desgracia, en el ámbito de lo que es, las universidades continúan atrapadas precisamente en esa tensión: operar a la vez como generadoras y barómetros organizados del desarrollo científico y cultural de una nación, o bien quedar reducidas a una rueda más del corpus estatal y funcional a los fines de este, no a los propios. Se trata de la disyuntiva, profunda y siempre vigente, entre ser una entidad independiente no de la historia ni de la sociedad pero sí del aparato gubernamental, tanto en su estructura y su funcionamiento como en sus propósitos, o ser un organismo imbricado con el Estado no únicamente por el necesario financiamiento que este está obligado a proveer y por la función educativo-cultural, sino por lazos que responden a necesidades políticas y de control. No solo no es esta una alternativa que la autonomía pueda resolver, sino que en esa tensión ella misma se encuentra en entredicho.
Autonomía y democracia entonces. La primera no presupone, ni siquiera en el contexto de su propia definición, a la segunda. Aquella significa solamente una relación de no dependencia de un ente con respecto a otro. Implica una relación con lo externo, pero nada dice sobre sus características internas específicas. Quien consigue la autonomía no adquiere con ello la democracia; se trata de dos procesos y fenómenos si no independientes, sí diferentes pero que debiesen ser complementarios. Y han sido precisamente las deficiencias e insuficiencias democráticas las que han lastrado a la autonomía, entre ellas los procedimientos de integración de los cuerpos dirigentes, procedimientos que constituyen un criterio fundamental a la hora de evaluar la calidad democrática.
El concepto de democracia nunca ha sido transparente y mucho menos único. Entre varias otras confusiones y antinomias, para nuestro propósito cabe aquí señalar el contraste —apuntado por Cerroni— entre la noción de democracia como procedimiento, como un método para la elección entre distintas opciones políticas de gobierno, y la asunción de aquella como una condición social que remite a la igualdad y la libertad de todos para actuar como electores.[7] Cerroni arguye y demuestra que, desde el punto de vista de la democracia-método, el problema de la igualdad de todo el pueblo pasa a segundo plano, y con ello también “el problema de un gobierno realmente expresado por todo el pueblo, el típico problema, en definitiva, de la democracia”. Así sucede incluso con individuos tan celebrados en tanto que teóricos de esta como Tocqueville, quien en La democracia en América dice:
En los Estados Unidos, a excepción de los esclavos, los criados y los pobres mantenidos por los municipios, no hay nadie que no pueda ser elector, y, por lo tanto, que no participe indirectamente en la formación de la ley.
E incluso Kelsen, quien en 1929 afirmó que “el hecho de excluir de los derechos políticos a los esclavos y —esto todavía hoy— a las mujeres, no impide en absoluto que un ordenamiento estatal sea calificado de democracia”. [8]
VII. Cabe preguntarse —precisamente porque a pesar de que la respuesta es obvia la pregunta raramente se formula— si en ese estricto y decisivo sentido la universidad es plenamente democrática. En realidad las universidades constituyen un híbrido de entes parcialmente democráticos y con gradaciones democráticas diversas, todo ello dentro —téngase en cuenta— del marco autonómico. La Ley Orgánica de la UNAM de 1929 reconocía la necesidad de la autonomía e inmediatamente la acotaba, en el octavo considerando, en estos términos: “Que es indispensable que, aunque autónoma, la Universidad siga siendo una Universidad Nacional y por ende una institución de Estado, en el sentido de que ha de responder a los ideales del Estado…”. Declaraba al Consejo Universitario como “la suprema autoridad” (artículo 7º) y que “el Rector de la Universidad será nombrado por el Consejo Universitario, eligiéndolo de una terna que le propondrá directamente el Presidente de la República” (artículo 14).
En contraste, en la Ley Orgánica del 21 de diciembre de 2001 se asienta que en las universidades públicas españolas, cuyo órgano directivo principal es el Consejo de Gobierno, “el Rector será elegido por la comunidad universitaria, mediante elección directa y sufragio universal libre y secreto, entre funcionarios del cuerpo de Catedráticos de la Universidad, en activo, que presenten servicios en ésta” (artículo 20, parágrafo 2), e inmediatamente después, en el numeral siguiente, establece una diferenciación en la igualdad (es decir, la anula y la convierte en eufemismo), en este caso en cuanto al valor y el peso del voto:
El voto para la elección del Rector será ponderado, por sectores de la comunidad universitaria: profesores doctores pertenecientes a los cuerpos docentes universitarios, resto del personal docente e investigador, estudiantes, y personal de administración y servicios. En todo caso, el voto conjunto de los profesores doctores pertenecientes a los cuerpos docentes universitarios tendrá el valor de, al menos, el cincuenta y uno por ciento del total del voto a candidaturas válidamente emitido por la comunidad universitaria.[9]
Es evidente que, en este discurrir, las universidades mexicanas ocupan una posición intermedia al ser elegida (designada) la máxima autoridad individual por un organismo, la Junta de Gobierno, que tampoco fue electo directamente por la comunidad universitaria sino nombrado por el Consejo Universitario. De ese modo son demasiados, cuando no debiese haber ninguno, los eslabones existentes entre los electores primarios y la autoridad vigente. Desde el punto de vista de las razones de la normalidad democrática, incluso de las meramente operativas, no existe ningún argumento válido que sustente esta realidad incuestionada.
VIII. A poco más de cien años de la Reforma Universitaria de Córdoba, estamos obligados a reconocer y constatar que algunas de sus principales aspiraciones continúan sin satisfacerse y otras son apenas realidades a medias, como aquella que se encapsula en su petición de “libertad dentro del aula y democracia fuera de ella”. Y esto sin haber incursionado ahora en el examen de la solidez de la enseñanza ni en la calidad, incluida la primariamente ética, del profesorado, aspectos también fundamentales.
Utópica e incluso “romántica”, según la siempre presente mirada cínica, la declaración del Manifiesto de la juventud universitaria de Córdoba representa un saldo que seguimos teniendo pendiente. Al paso del tiempo que nos separa de los hombres que “ya han vivido”, en esa comunidad y comunicación entre generaciones necesaria para que lo olvidado sea despertado, aquella declaración se ha convertido también en un homenaje a ellos mismos:
Nuestro régimen universitario (…) reclama un gobierno estrictamente democrático y sostiene que el demos universitario, la soberanía, el derecho a darse el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes. El concepto de autoridad que corresponde y acompaña a un director o a un maestro en un hogar de estudiantes universitarios no puede apoyarse en la fuerza de disciplinas extrañas a la substancia misma de los estudios. La autoridad, en un hogar de estudiantes, no se ejercita mandando, sino sugiriendo y amando: enseñando.
10 de mayo de 2022
*Benjamín Palacios, historiador y ex militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre.
** Sin algunas modificaciones introducidas aquí, este texto fue publicado originalmente en el volumen La autonomía universitaria. Realidades y posibilidades, coordinado por Abraham Nuncio y editado por la UANL en 2018, en el centenario de la Reforma universitaria de Córdoba, Argentina.
[1] Diego Tatián, “La autonomía devuelve la universidad al mundo y el mundo a la universidad”, dossier en Universidades, número 66, octubre-diciembre 2015, p. 4.
[2] Así el jesuita Francisco Suárez en su Defensio Fidei (1613): “negamos que ésta [es decir, la teoría del propio Suárez] dé al pueblo ocasión de rebeliones ni sediciones contra los príncipes legítimos, puesto que, una vez el pueblo ha trasferido su poder al rey, no puede justamente, apoyado en ese mismo poder, reclamar la libertad a su arbitrio o siempre que quiera. En efecto, si concedió su poder al rey y éste lo aceptó, por ese mismo hecho el rey adquirió el dominio […]”. Véase la magnífica edición bilingüe Defensa de la fe católica y apostólica contra los errores del anglicanismo…, versión española por José Ramón Eguillor Muniozguren, Instituto de Estudios Políticos. Sección Teólogos Juristas, Madrid, 1970, vol. II, p. 224.
[3] Carlos Sánchez del Río y Peguero, “¿Podemos aún salvar la universidad napoleónica?”, en Revista de Educación, número 7 (1953), pp. 121-127.
[4] Por lo menos dos de ellos, Martín de Azpilcueta y Luis de Molina, disienten de Francisco Suárez en sus Relectio c. novit de iudiciis non minus sublimis quam celebris, pronunciata an. MDXLVIII (Lugduni, 1576) y De iustitia et iure (Moguntiae, 1602), respectivamente. Para Azpilcueta el poder transferido permanece en el pueblo al menos in habitu aunque no lo posea in actu, y de ese modo puede recuperar la jurisdicción cuando “no se provea debidamente al gobierno de los pueblos por aquellos a quienes mediante elección, herencia, o de otro modo” se les haya concedido su ejercicio. Molina habla de dos potestades, “una en el rey, otra cuasi-habitual en la república”, y afirma el derecho de “la república” a resistir al poder real si este “comete alguna injusticia contra la misma o rebasa las atribuciones políticas que le fueron concedidas”. A ellos habría que añadir los concomitantes planteamientos acerca del tiranicidio desplegados por Vázquez de Menchaca y Domingo de Soto en Controversiarum illustrium aliarum’que usu frequentium, libri tres (1563-1564) y De Iustitia et Iure, libri decem (1553-1554), respectivamente.
[5] El capital. Crítica de la economía política, México, Fondo de Cultura Económica, 1972, volumen I, sección quinta, capítulo XIV, p. 426. Utilizo deliberadamente la quinta reimpresión de la traducción de Wenceslao Roces y no la más completa y certera de Pedro Scaron publicada por Siglo XXI Editores, pues esta apareció en 1975 y por tanto los participantes en los eventos fundacionales de la Liga no pudieron conocerla.
[6] Cuadernos de la cárcel, edición crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana, México, Ediciones Era, 1981, tomo I, p. 79. Recuérdese que en la noción gramsciana del Estado ampliado las universidades forman parte de él. En las sofisticaciones de esta noción no podemos entrar aquí.
[7] Umberto Cerroni, La libertad de los modernos, Barcelona, Ediciones Martínez Roca, 1972, p. 183.
[8] Citados ambos por Cerroni en ibid., p. 185.
[9] Las cursivas son mías.