Angely y el refugio / Por Ignacio Irazuzta

Dice Donna Haraway que vivimos en un mundo lleno de refugiados, pero sin refugio. Ni falta que hace decirlo en estos últimos días en los que ucranianos y ucranianas se llevan todas las pantallas de la televisión, las portadas de los periódicos, los posts y los emojis más tristes y solidarios de todas las redes sociales. Viendo lo que vemos, parece cabal la apreciación de Haraway. Y evidencia no falta, porque hay refugiados desde antes de Ucrania. Por solo hablar de los últimos diez años, fue notoria también la situación de Siria primero y de Afganistán después, sobre todo en Europa; de gente procedente de Centroamérica y más recientemente de Haití por nuestra geografía. Y así, aquí y allá. Vivimos en un período de grandes desplazamientos; más o menos forzados; algunos internos y otros internacionales, pero muchos.  82.4 millones de personas, según el Informe Anual del ACNUR de 2020. Desde entonces, la cifra será mayor; incluso, a pesar de los cierres de fronteras por la pandemia…

Hace algo más de cuatro meses que conocí a Angely. Es originaria de Honduras, pero cuando nos encontramos llegaba a Monterrey desde Guadalajara, luego de haber pasado toda la pandemia en una casa de migrantes de allí de Jalisco. Angely es madre. Llegó a México junto a su hijo Delvin, de unos 12 años cuando yo lo conocí, y tuvo gemelos, Norvin y Yediel. Eso fue estando ya en México, en el mismo albergue de donde procedía.

Migrantes en Monterrey, enero de 2022. Foto: Juan Cedillo.

Su paso por Monterrey era no más que eso, una estadía relativamente corta en su búsqueda de cruzar hacia el otro lado. Eso era lo que me había comentado Víctor, un colega y amigo que me había pedido que estuviera al pendiente de ella y su familia por si algo necesitaban. Y no eran escasas sus necesidades; más para unas personas gobernadas en y por un régimen de necesidad, como Angely, sus hijos, y todas y todos los migrantes que atraviesan México procurando pasar hacia Estados Unidos. La llamada gobernanza de la migración –un amasijo de organizaciones internacionales como el ACNUR y la OIM, y otras nacionales como el INM, la COMAR, además de las tantísimas casas de migrantes administradas por la Iglesia, desde arriba hasta abajo de México– gestiona y asiste la situación de unas personas declaradas de entrada como vulnerables y sometidas a un régimen de exclusión-inclusión verdaderamente excepcional con respecto a lo que significa ser persona en un estado de derecho. Todas esas organizaciones gestionan una migración inscrita en un régimen de refugio, aunque la situación de quienes migran diste de la protección que esa palabra evoca.

La de Angely es una vida dura, cruel, inimaginable para cualquier ciudadana “normal”, pero una vida a la que ella le hace frente con notable entereza y valor. Y eso a pesar de que su situación no era de las peores en términos de las burocracias del reconocimiento y la identidad de las personas. Al haber nacido sus últimos dos hijos en México, estos son mexicanos y su madre contaba por eso con un documento de residencia en el país. Sin embargo, sus necesidades (y la supuesta ayuda que frente a ello podía prestarle yo) giraban en torno a esos papeles que reconocen y certifican la existencia de las personas, “los papeles”, dicho en jerga migrante. En torno a eso y a elucubrar el momento del cruce hacia el otro lado, su gran momento sobre el que giraba la vida y las necesidades de Angely.

Para eso, que incluía la manutención en Monterrey mientras llegaba aquel momento, Angely contaba con la ayuda de alguien más, “su tío”. De su tío sabía solo eso, que era quien la iba a ayudar a cruzar del otro lado y quien les posibilitaba el sustento en el mientras tanto mexicano. Luego, cuando Angely recibió en Monterrey la visita de su prima Giselle –una chica de unos veinte y pocos que intentaba lo mismo que Angely, aunque sin hijos y con un visado humanitario– supe que su tío era el pollero que la cruzaría junto a sus tres hijos. Gisselle le dijo Angely frente a mí, “dígale ya quién es su tío”. Y luego de unas risitas nerviosas supe entonces lo que por ley no se puede, pero por confianza sí.

Migrantes en Monterrey, enero de 2022. Foto: Juan Cedillo.

Después de por lo menos un par de intentos frustrados, el momento llegó. Hace no más de 15 días, Angely me dijo que finalmente gente de su tío la esperaría en Reynosa para cruzarla, así que con sus tres hijos y con su prima, hacia allí se dirigen en un autobús. Nada más saliendo de Monterrey, agentes de Migración abordan el autobús y bajan a Giselle, mientras que Angely y sus hijos continúan el viaje. Luego, por un mensaje de geolocalización que Giselle le envió a su prima y ella a mí, supimos que se encontraba retenida en una estación migratoria de Guadalupe, Nuevo León.

Nos mantuvimos informados y procurando saber de la situación de Giselle por unos dos o tres días, mientras la familia esperaba a su tío en un hotel de Reynosa. Eso fue hasta que mis mensajes de guasap no pasaban de mostrarme una sola rayita en gris. Perdí todo contacto con Angely. Me pareció clarísimo aquello que hasta entonces y con otros colegas nos veníamos preguntando en las investigaciones académicas que realizamos: ¿Cómo desparece una persona migrante? Siempre que alguien desaparece, desaparece para alguien y ello puede suceder de la forma más profana. Para mí, que de Angely conocía un montón de cosas, pero siempre a través de mensajes de guasap, su “no visto” era la evidencia de su desaparición, por lo menos hasta que aquella rayita gris se duplicara y se pintara de azul.

Eso sucedió después de seis días que, con voz acongojada, Angely me cuenta que había cruzado y que la habían devuelto a Honduras, un país, el suyo, que luego de casi cinco años de ausencia se le hacía imposible. Me dijo también que allí estaba su prima Giselle. También la habían deportado, pero a ella desde México, sin documentos y sin informarle acerca de su destino antes de subir al avión. Le habían asegurado que solo la trasladarían al sur del país, a Tapachula. Me cuesta imaginarme a Giselle percatándose en vuelo, o ya en tierra, que en realidad la habían enviado de vuelta a Honduras. Angely me comenta también que su hijo mayor, aunque menor, menor de edad, Delvin, se había quedado en Reynosa, que lo iban a cruzar aparte. No supo de él por tres días, hasta que le informaron que estaba en manos de Migración, la del otro lado, y que pronto se lo entregarían a su papá, que ahora supe que estaba viviendo allá. “Ya me tiraron a Devi del otro lado, ya está con Migración”, me dice Angely. Y con esa pericia de saberes soterrados, propios de su tío y de quienes migran con tíos como el de Angely, me dice: “ahorita no están pasando mujeres con niños, pero menores de edad solos, sí”.

Migrantes en Monterrey, enero de 2022. Foto: Juan Cedillo.

Hasta ahí sé de Angely. Y de lo que sé me quedan dos cosas. La primera es la cantidad de cosas, de historias, de relaciones, de parentescos, de países, de ires, venires, de amores, de desamores, de ilusiones y frustraciones, de vida, en definitiva, que hay en solo un caso de los ochenta y pico millones que decía el ACNUR hace dos años. La segunda es sobre la denotación paradójica, por no decir falsa, de algunas palabras. Como la de refugiado que, como lo advertía Donna Haraway, puede ser la condición de quien no halla refugio. Como Angely.

22 de marzo de 2022

ignacio.irazuzta@gmail.com


** Agradecemos a Juan Cedillo el obsequio de las fotos que ilustran esta columna. Serie tomada en el corredor formado por migrantes en la calle José María Luis Mora, al norte de Monterrey. Enero de 2022.

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