Tras un traslado de horas de congestionamiento vial en la carretera de Ciudad de México a Cuernavaca –probablemente por el puente de este fin de semana– me encuentro en una reunión de trabajo en un centro de la UNAM. Algunos colegas participan por videoconferencia y otros, los que pudimos viajar, participamos presencialmente. El panorama cambia de un instante a otro al terminar la conferencia de prensa de la UNAM sobre la situación del COVID-19: no debemos estar ahí reunidos, todos los viajes al extranjero se cancelan y los académicos visitantes deben regresar a sus lugares lo antes posible. Ante la cancelación inmediata de los trabajos de campo del proyecto regreso a Monterrey, desconcertada por el cambio pero segura de que es lo más prudente. La gente, es mi apreciación personal, parece más atenta a la amenaza del coronavirus en el aeropuerto de la capital, mucha gente lleva mascarillas y el contacto físico entre seres humanos se percibe muy limitado; en Monterrey ni un rastro de ello. Es 13 de marzo y a partir de ahí la situación en México cambia casi cada hora. Entre los anuncios oficiales para el distanciamiento social y la reducción creciente de la vida pública, probablemente el adelanto de las vacaciones de semana santa del sistema nacional de Educación Básica, fue lo primero que nos hizo hacer un alto en el camino. Inundados de memes, stickers, recomendaciones e informaciones de todas partes del mundo, que oscilan entre la incredulidad, la cautela, los nervios y el pánico, tomamos decisiones privadas en los hogares, las posibles y las deseables, pero ante todo: lavarse las manos y usar gel anti-bacterial.
Una semana después, me resisto a escribir sobre el coronavirus, y sé que al hacerlo aquí, ahora mismo, contradigo mi resistencia. No pretendo ni creo ser capaz de resumir los fantásticos análisis sociopolíticos de académicos críticos, columnistas y periodistas sobre este virus: como el de Joan Benach (2020) sobre la crisis de la economía capitalista y la recesión económica para la que el COVID-19 es una cortina de humo perfectamente sostenida por medios de comunicación masivos y redes sociales[1], cuando “[t]odos los factores para una nueva crisis financiera estaban y están presentes y juntos desde hace varios años, al menos desde 2017-2018” (Toussaint 2020[2]); o el de Judith Butler (2020), sobre la ‘desigualdad social radical’ que hace del virus (supuestamente igual de peligroso para todos) un fenómeno claramente discriminatorio, que exacerba la xenofobia, el nacionalismo, el racismo y la supremacía blanca, a ejemplo del escándalo indignante del presidente estadounidense Donald Trump queriendo comprar a un laboratorio alemán una vacuna de uso exclusivo para los ciudadanos estadounidenses.[3]
También están los diversos análisis sobre el golpe devastador que tendría la adopción de las medidas adoptadas en Europa en la economía mexicana y en el bienestar de la gran proporción de mexicanas/os que dependen de la economía informal (ver p.e. Zepeda Patterson 2020[4]). Sobre los trabajos del cuidado exacerbados, el trabajo emocional y de (re)organización de la vida cotidiana que nos trajo el coronavirus con la enseñanza en línea y el home office, y que recaen (nuevamente) sobre las espaldas y los cuerpos de las mujeres (ver p.e. Strauss 2020)[5], incluyendo el incremento del riesgo de violencia intrafamiliar por hacinamiento (al menos de los millones de personas en México que viven en micro-casitas) y el hastío que implican las cuarentenas y el #yomequedoencasa. Sobre el refinamiento en la emergencia de dispositivos de control gubernamental, con su contraparte esperanzadora de un nuevo impulso a las luchas sociales, reflejado en las huelgas de trabajadora/es y en los disturbios en las cárceles ante la violación innegable del derecho humano a la salud y la seguridad en las condiciones de trabajo ante la pandemia (Mezzadra 2020, en este Blog). Sobre la utilización de la pandemia, cada país y región según sus necesidades, para tomar medidas políticas mientras los medios solo hablan de ella desde la epidemiología y, si acaso, desde los estudios de salud pública (los mencionados Benach, Mezzadra, Butler). Y finalmente, sin ánimo de ser exhaustiva, sobre el efecto de las medidas de contención del COVID-19 sobre los niveles de contaminación atmosférica y de emisión de gases de efecto invernadero, que si bien significarán acaso un respiro para el planeta y no solucionarán el cambio climático, tal como lo ha expresado Antonio Guterres, secretario general de la ONU[6], están aportando datos impresionantes sobre nuestra huella ecológica y podrían aportar a nuestra conciencia social y política acerca del efecto devastador de nuestro comportamiento humano en los ecosistemas terrestres (Lavaca 2020[7], Wright 2020[8]).
Refiero a los anteriores por considerarles valiosas contribuciones a los diálogos virtuales necesarios, diálogos con otros seres humanos; pero sobre todo en las reflexiones internas, con nosotros mismos, acerca del mundo que viene, del mundo que enfrentaremos y experimentaremos después de la pandemia.
Vivimos un tiempo lento, aparentemente detenido, para algunos pocos una fortuna, la fortuna del home-office y los pedidos a domicilio, el privilegio de la cuarentena; para otros, para los que medidas como la cuarentena son un infortunio diario e inmediato, la peor de las desgracias. De manera que además de la disciplina de lavarse las manos y del distanciamiento físico, son imprescindibles la solidaridad y la conciencia sobre los privilegios y las desigualdades entre nosotros para sostener nuestros núcleos sociales. Desde que comenzó todo esto, no dejo de pensar en un pasaje de “Camino viejo, nubes blancas” del maestro budista Thich Nhat Hanh sobre la armonía como la verdadera naturaleza humana, en el que propone seis principios, cito:
- Compartir un espacio común, como un bosque o una casa.
- Compartir juntos lo esencial de la vida diaria.
- Observar los preceptos juntos.
- Emplear solo palabras que contribuyan a la armonía, evitando todas las que puedan causar división en la comunidad.
- Compartir ideas y experiencias.
- Respetar los puntos de vista de los demás y no forzar a otros a seguir los puntos de vista propios.[9]
Pienso en lo bien que nos haría observar estos principios a nivel planetario, societal, vecinal, familiar e individual, en tiempos de pandemia y después de ella.
23 de marzo de 2020
**Ilustraciones tomadas del libro de Hanh (la de portada, p. 110; la primera, p. 217 y la segunda, p. 102.
[2] Toussaint, Eric. No, el coronavirus no es responsable de las caídas en las bolsas. Blog CADTM, 5 de Marzo, 2020.
[3] Butler, Judith. Sobre coronavirus y poder: de Trump a la enfermedad de la desigualdad. Lavaca, 20 de Marzo, 2020.
[4] Zepeda Patterson, Jorge. El coronavirus es el mismo, los países no. El País, 19 de Marzo, 2020.
[5] Strauss, Elissa. Cómo sobrevivir al confinamiento del coronavirus como padres, especialmente las madres que llevan la carga. CNN, 16 de Marzo, 2020.
[6] Calentamiento global no se resolverá por el coronavirus, dice secretario de la ONU. Semana Sostenible, 10 de Marzo, 2020.
[7] Medioambiente y coronavirus: los signos de la naturaleza. Lavaca, 20 de Marzo 2020.
[8] Wright, Rebecca. El beneficiario inesperado del coronavirus: el planeta. CNN, 17 de marzo, 2020.
[9] Hanh, Thich Nhat (1991). Camino viejo, nubes blancas. Alicante: Ed. Darma, pág. 221.
Me encanto el profundo analisis de este articulo. Cada persona tiene que vivir esta pandemia de acuerdo a su estrato social, siendo la gran mayoria de pobres los que se ven atados a continuar luchando sin tregua, teniendo que salir a trabajar, resignados a lo que la vida les pueda traer…..
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