El arte como puente / por Pamela Rech

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La noche del sábado, el ciclo teatral 7 Golpes presentó un espectáculo en la Plaza de los Desaparecidos de Monterrey. El evento multidisciplinario constaba de 7 breves actos en torno al tema de la memoria y de las desapariciones, entendiendo con ellas tanto las más de treinta mil declaradas en México como las desapariciones de los espacios públicos y culturales.

Los lenguajes del arte pueden resultar difíciles de entender a veces, sobre todo si pensamos que todo sea descifrable como lo podría ser un texto escrito y seguimos buscando un significado racional de lo observado. Esto pensaba mientras veía el espectáculo y me preguntaba cuál fuera el mensaje escondido tras cada gesto de los actores, mientras se movían con espasmos dolorosos sobre el suelo de la plaza o contra sus duras paredes. Hasta que empecé a sentir un fuerte y total sentimiento de angustia, seguido por un profundo vacío. De repente me di cuenta de que la obra no sólo me estaba comunicando el dolor de la ausencia de un ser querido sino me lo estaba haciendo sentir en mi propio cuerpo, como si el dolor se trasladara desde los familiares de los desaparecidos allá presentes hasta el público, pasando a través de los gestos de los actores.

Se me había olvidado que muchas veces se entiende con el cuerpo más que con las palabras, y que el arte comunica de las maneras menos esperadas.

Hace poco inauguraron en el Museo Marco de Monterrey una exposición del artista brasileño Vik Muniz. Aún recuerdo cuando vi por primera vez el documental “Waste Land” de Lucy Walker, que luego proyectaría para mis alumnos de la Facultad de Artes Visuales de la UANL y que me acercó por primera vez a la obra del artista que, si bien ya había visto en algunas obras, nunca había “sentido” o entendido con mi cuerpo.

El documental retrata la vida en Jardim Gramacho, uno de los rellenos sanitarios al aire libre más grandes del mundo en la periferia de Rio de Janeiro. Las instalaciones fueron construidas en los años setenta y cerraron sus puertas en el 2012, recibiendo a diario más de 8000 toneladas de basura. Durante más de treinta años trabajaron en él alrededor de 1400 personas que día tras día escalaban las montañas de desechos malolientes para recolectar los diferentes materiales reciclables: vidrio, plástico, cartón entre otros. La primera vez que vi el documental quedé atrapada por el trabajo de Vik Muñiz, quien nació en un barrio pobre de Sao Paulo y por azares del destino se volvió un artista de renombre en Nueva York; el artista pasó más de 2 años en Jardim Gramacho, conviviendo con los recolectores de basura y retratándolos con su cámara en su lugar de trabajo. Como artista plástico, Muniz ya había trabajado con materiales orgánicos en sus retratos, como azúcar y chocolate, haciendo una metáfora de la dulzura de estos productos en contraste con la dificultad del trabajo en las plantaciones para aquellas personas que envejecen en ellas.

Muniz se ha considerado siempre a sí mismo como un producto de la dictadura militar, ya que nació en el Brasil de los años sesenta y por esta razón, como muchos otros artistas latinoamericanos que vivieron épocas de censura, es muy hábil con la metáfora y con el doble sentido.

El artista brasileño entró al vertedero más grande de Brasil, conoció la realidad de quien en él trabajaban y vivían, tomó fotografías de los pepenadores en su ámbito laboral para después realizar retratos de ellos a gran escala a través del material con el cual pasaban la mayor parte de sus días: la basura.

Los gigantescos retratos temporales construidos cuidadosamente con materiales de desecho por los mismos protagonistas de la obra, sobre el piso blanco de un almacén, fueron después fotografiados por el artista y vendidos en las más influyentes casas de subastas del mundo (uno de ellos, el retrato de Tião, se vendió a 50.000 dólares en Londres en 2011) y el dinero recaudado de la venta fue entregado a los protagonistas de las obras, junto con una copia del retrato.

A primera vista es imposible reconocer la basura en los hermosos retratos de la serie “Portraits of Garbage” de Muniz; el polvo, las botellas, las llantas y latas que los componen parecen pinceladas de color. Lo primero que vemos en ellos es la majestuosidad y la dignidad de las figuras, como la de Irma, la cocinera de Jardim Gramacho que cocinaba utilizando productos “frescos” de la basura para los trabajadores del lugar y que posa con una enorme olla en su cabeza. O el de Suelem, que desde los 7 años trabajaba en el Jardim Gramacho con orgullo, por tratarse de un trabajo digno, honesto y legal (unas palabras difíciles de conjugar para una joven de 18 años nacida en las favelas) y que aparece en un retrato como si fuera la Virgen María, aunque con sus dos niños al lado.

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Irma, de la serie Portraits of Garbage, Vik Muñiz

Si de un lado los retratos enaltecen la dignidad de los protagonistas, del otro el documental retrata fielmente la tragedia de su contexto: puedes casi escuchar con todo tu cuerpo los ruidos del vertedero, el calor y el olor fétido de la basura, la falta de esperanza de quienes en él han vivido la mayor parte de su existencia, el rechazo de quien los ve desde afuera como un producto más de la basura.

Debemos replantearnos para qué sirve el arte hoydijo en una entrevista reciente la artista cubana Tania Bruguera, haciendo hincapié en la capacidad de influencia en ámbito social y político del arte en el pasado y en la actualidad.

El arte hoy en día puede ser instrumento de denuncia, de sensibilización, puede contribuir a producir un cambio en el espectador, una toma de conciencia o tal vez, en palabras de Bruguera, simplemente “puedes imaginar una sociedad donde te gustaría vivir y como serías tú en ese contexto”.

Me gusta pensar que el arte de hoy también opera de manera colectiva, como se vio anoche en la Plaza de los Desaparecidos, ayudando a reconstruir nuestro sentido de ciudadanía y de pertenencia, manteniendo la memoria y tejiendo en ella las redes que nos unen a los demás.

10 de abril de 2017

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