
En las últimas décadas hemos presenciado cómo el trabajo en las economías capitalistas regidas bajo los dictados de la globalización ha dejado de ser una fuente de seguridad económica y de recreación de una identidad de oficio; ahora predomina el empleo de tipo flexible, donde ya no hay condiciones de seguridad y por tanto las personas tienden a vivir trayectorias laborales fragmentadas en una pluralidad de ocupaciones a lo largo de sus vidas. El caso del trabajo docente no ha sido la excepción. Sin embargo, no sólo se ha visto mermada la posición económica del trabajo de maestros, maestras: también se ha erosionado su papel como agentes activos en el proceso de enseñanza—aprendizaje así como la posibilidad de generar lazos entre sus colegas y con la institución (todo lo cual daba antes la posibilidad de generar una identidad laboral mucho más consolidada).
El trabajo docente se ha desvalorizado no sólo económicamente sino sobre todo socialmente. En la educación privada en México es común ver representadas ahí las relaciones de tipo clientelar, por las que los educadores deben constantemente atender demandas individuales de estudiantes, coordinadores e incluso de los propios padres de familias, requerimientos que se imponen sobre la capacidad de autonomía que el cuerpo docente debía de tener como experto en organizar su propia actividad. Resalta más que en las universidades públicas el caso de los colegios privados, donde los padres de familia tienen el poder de vetar y fiscalizar las actividades del cuerpo docente, amparados en coordinadores que cada vez están más sometidos a las demandas de sus “clientes” (véase, por ejemplo, a Verger, 2013).
Así entonces, en las universidades privadas no podemos más que ver replicado este esquema: los estudiantes nos ven como ejecutivos de atención a un consumidor de un servicio. Estamos expuestos los docentes a las exigencias de estudiantes que sienten el derecho a que nos adaptemos a sus necesidades particulares —por más repetitivas, simples y banales que sean— que no siempre abonan a la discusión en clase, a generar socialmente el conocimiento. Se rompe entonces el ambiente de confianza de grupo. La comunicación que predomina es la del estudiante en una relación uno a uno con el profesor. El escolar puede repetir la misma duda múltiples veces, ya sea en persona, vía correo, en la plataforma educativa que utilice la institución.
Axel Honneth (1995) habla de cómo los seres humanos no sólo necesitamos pelear por la reivindicación de nuestros derechos económicos, sino también por el mantenimiento de nuestra identidad y autorrealización. Honneth dice que ahora en el mundo además de resolver las desigualdades económicas, también tenemos que afanarnos por lo que él llama el reconocimiento, que está representado por la necesidad que tenemos como personas para que los demás confirmen nuestra habilidades y capacidades y les asignen el valor que nosotros consideramos es el que merecen.

Honneth explica que el reconocimiento está basado en ser reconocido en tres esferas que sólo se pueden cumplir mediante la interacción con los demás (y no de manera individual y ególatra). Estas esferas son el amor y la amistad, que llevan a que la persona genere autoconfianza; el derecho, que implica que la persona desarrolle respeto por sí misma, ya que se asume como un actor autónomo de leyes políticas y morales a las que está sujeto; y la solidaridad, que implica que en la persona se gesta la autoestima necesaria para asumirse como un ser único e irremplazable, capaz de ganar estima social por la contribución que hace a una causa de la que se siente parte (la comunidad).
Siguiendo a Honneth, en la escuela privada hemos asistido a una degradación de la identidad de los docentes ya que se ha menguado nuestra capacidad para generar de manera autónoma los contenidos y metodologías, y además se han atomizado las relaciones sociales entre colegas, ya que la incertidumbre generada cada fin de curso sobre si habrá o no horario para seguir impartiendo clases (sobre todo esto sucede en los profesores de cátedra) implica un incentivo a brindar resultados que solucionen el problema inmediato pero no a asentar base de largo plazo en la institución.
Es comprensible que en las universidades privadas en Monterrey predomine el discurso tendiente a ver por las necesidades del mercado; el título profesional tiene una función predominante de racionalidad instrumental. Sin embargo, ya estas universidades no están comandadas por las antiguas juntas directivas que sustentaban los valores del capitalismo del Estado de bienestar, donde al menos se mantenía en el ambiente laboral la posibilidad de recrear una identidad colectiva y donde los antiguos empresarios regiomontanos fueron incluso pioneros en otorgar prestaciones de seguridad social a sus trabajadores. Ahora las universidades privadas se encuentran en manos de consorcios que ven la educación como un mero negocio, como una forma de deducir impuestos, como una manera de aprovechar la influencia política. Hay una disociación con el cuerpo docente, quienes han (hemos) perdido la potestad para gestionar los planes de estudio e incidir en el diseño de las metodologías de enseñanza-aprendizaje. La filosofía de estas universidades muy probablemente está prefabricada desde agencias de estudios de mercado o bien impuesta desde consejos de administración de empresas trasnacionales; la consigna parece ser calcular de qué manera es más óptimo atraer matrícula y mantenerla. Los contenidos están impuestos ahora desde plataformas digitales y la metodología de trabajo está ahora estandarizada, medida en sus resultados con indicadores de productividad docente que muchas veces están descontextualizados de la situación particular y cotidiana que tiene el profesor o profesora frente al grupo.
Se asume en las escuelas privadas que la sobrevigilancia y la inmediatez en resolver quejas de los “clientes” (los estudiantes en las universidades o los padres en la educación básica) implican calidad de la educación. No obstante, esta vigilancia se está ejerciendo no sólo con la aplicación de una encuesta de evaluación de los estudiantes al docente al final del curso (recurso necesario para medir la calidad educativa); en algunas universidades privadas incluso existe una coevaluación de colegas y una evaluación de los mismos coordinadores, quienes asisten de sorpresa a las sesiones de clase. Se desdeña sin embargo el recurso del diálogo con los estudiantes; la construcción del espacio social de la educación por el propio grupo como una característica de su propia autonomía; en suma, se menosprecia la evaluación del curso día a día: qué he aprendido, cuáles son los obstáculos que estoy enfrentado en mi aprendizaje, cuáles son los riesgos sociales y emocionales a los que me enfrento en el curso (o lo que es lo mismo, qué tanto el aula es parte de mi espacio seguro para opinar, disentir y expresarme), preguntas todas sugeridas en la pedagogía actual para que el docente vaya comentando en diálogo abierto siempre con su grupo. Aunque en el discurso del deber ser esto se maneje, en las universidades privadas dominadas por la atomización del estudiantado no existe un ambiente de grupo sino la suma de demandas individuales persistente y casi obsesiva que se escucha como el eco de la fila donde el profesor sigue y sigue atendiendo y resolviendo queja tras queja de sus otrora estudiantes y ahora devenidos en usuarios. Incluso quienes seguimos impartiendo cursos a distancia hemos visto cómo no sólo somos fiscalizados por los estudiantes sino por los propios padres de familia. Es aterrador atestiguar cómo a mitad de curso nos pueden buscar nuestros coordinadores vía teléfono para comunicarnos quejas de nuestros cursos a manos de estudiantes universitarios ¡o de sus propios padres de familia!
En las universidades privadas de élite en Monterrey es fácil distinguir los presupuestos bajo los que se basa la filosofía de trabajo y de medición de calidad del trabajo docente. Uno de estos gurús de gran influencia es Ken Bain (2004), cuyo libro, “Qué es lo que hacen los mejores profesores universitarios” se ha convertido en los últimos años en un bestseller y se ha establecido como un manual de consejos prácticos para generar mejores métodos de enseñanza-aprendizaje.

Bain utiliza el concepto de “profesor inspirador”, calificativo utilizado ahora en las universidades privadas para identificar a los mejores docentes e incluso nominarlos para premios económicos. Y aunque el decálogo que pretende legar Bain con su libro contiene grandes recomendaciones sobre la práctica docente, en las universidades privadas hay un sesgo al utilizar estos conceptos para el mero fin utilitario del diseño de las encuestas de evaluación hacia el desempeño del docente. No se toma en cuenta que Bain hace un gran énfasis en legar la autonomía del aprendizaje a los estudiantes, en que ellos mismos formulen sus preguntas y se interesen en aprender, además de que, hay que decirlo, el libro de Bain está basado en experiencias de profesores de universidades de Estados Unidos, un país desarrollado y donde las vivencias con estudiantes que socialmente vienen de grupos subalternos (migrantes latinoamericanos indocumentados, nativos indígenas norteamericanos, afrodescendientes) son tomadas en su libro más como un caso de excepción y no como la regla, lo cual debía ser el caso para los países latinoamericanos como México, donde una de sus características ineludibles es la desigualdad y pobreza (en algún grado) en que se encuentra más de la mitad de su población.
Por el contrario, el gran pedagogo Paulo Freire (2006), en su clásico libro “La pedagogía del oprimido”, argumenta cómo es que la educación debe ser un proceso liberador, sobre todo para la educación en países en desarrollo, donde ha predominado el modelo “bancario” (como él lo llama) y donde los contenidos se “depositan” en la mente de los estudiantes sin que éstos tengan posibilidad de construir su propio aprendizaje, y lo que es más, que se puedan cuestionar cómo es que aprenden y qué es lo que debían aprender. Freire consideraba como “los oprimidos” a los educandos. No obstante, en muchos contextos puede ser que estos oprimidos en realidad seamos exactamente los docentes, quienes paradójicamente en la teoría propugnamos por estos valores de la educación liberadora cuando en realidad no somos buenos ejemplos para nuestros estudiantes, o como dice Honneth, quienes apercibimos un “falso reconocimiento” de nuestras capacidades y aptitudes, y por tanto adquirimos lo que Honneth llama una “identidad falsa”, que se da cuando mediante la intersubjetividad (en la relación con los demás) se generan experiencias individuales negativas y hay finalmente una violación de las expectativas morales. Dice Freire al respecto que:
El gran problema radica en cómo podrán los oprimidos, como seres duales, inauténticos, que ‘alojan’ al opresor en sí, participar de la elaboración de la pedagogía para su liberación. Sólo en la medida en que descubran que ‘alojan’ al opresor podrán contribuir a la construcción de su pedagogía liberadora. (p. 26).
Esta parte del decálogo de Freire podría ser aplicado más bien a nosotros los docentes, quienes hemos permitido —sobre todo quienes llevamos trabajando décadas en la docencia— que la educación se vuelva un producto hecho a la medida, que se dé lo que algunos han llamado la “waltmartización” de la educación. Hemos permitido, en sí, que la educación se vuelva un espacio donde hay que mantener entretenidos o incluso felices a los estudiantes, que se vuelva nuestro trabajo un mero recurso funcional para mantener el statu quo y donde se acaba la crítica a lo social. Hemos insistido como profes en evitar la visión del conflicto y en todo caso “compramos” el discurso de la “innovación social”, que muchas veces implica más bien cambiar todo para que todo permanezca igual (el famoso “gatopardismo”, concepto rescatado en la Ciencia Política de la novela de di Lampedusa). En el caso particular de las asignaturas de Ciencias Sociales (mi campo de estudio), los profesores de las universidades privadas estamos aprendiendo (y enseñando a los estudiantes) a ver la desigualdad, la pobreza, la discriminación, como desviaciones de lo deseable, como algo que hay que “arreglar” y la Ciencia Social permitimos entonces que se convierta en un fin utilitario, en una caja de herramientas para resolver problemas (como si se tratara de una ingeniería social). Y así las Ciencias Sociales pierden su sentido original, su razón epistemológica: ser un generador de problemas.

Como agentes autónomos y gestores de nuestra propia actividad estamos destruidos. Hemos abdicado de nuestro papel como educadores. Las condiciones de trabajo flexible y de precariedad nos han llevado a aceptar las condiciones impuestas por el sistema clientelar, por la meritocracia, por las juntas de directivos, por los padres de familia, por el nuevo capitalismo globalizador. Predomina además el individualismo por sobre el sentido gregario. No tenemos colegas. Las reuniones son de encuentros fugaces. No construimos proyectos de largo plazo. ¿Habrá realmente quienes algún día se atrevan (nos atrevamos) a proponer y luchar porque se instauren sindicatos de profesores de cátedra no sólo en las universidades públicas sino también en las privadas?
Dice Honneth que el reconocimiento no se da como una condición ahistórica sino que tenemos que gestar una lucha social para reestablecerlo. Es una brega contra los padres y coordinadores que representan los valores del nuevo capitalismo flexible (que paradójicamente están muy internalizados en nosotros mismos, los “empleados de la docencia”). Quizás logremos el retiro exitoso, la planta de tiempo completo, los honores más altos como “profesores distinguidos” o “inspiradores”. No obstante, puede ser que ni siquiera la historia nos perdone que en su momento tuvimos oportunidad de hacer “un cambio sustantivo, sostenido y positivo” en nuestros estudiantes (como remarca Ken Bain) y que por el contrario hayamos utilizado el aula como un mero recurso para mantener la propia seguridad laboral en detrimento de la posibilidad de congregarse por un bien común, que hayamos utilizado la palabra de nuestros libros como un simple discurso teórico, que hayamos abdicado de luchar porque se revalorizara de nuevo socialmente nuestro trabajo, que nos hayamos hecho a un lado a la hora de generar las condiciones para volver a tener el reconocimiento en nuestra profesión y oficio. El retiro llegará y la vida se acabará, y todo se habrá mantenido igual si no luchamos por mejorar no sólo nuestras condiciones económicas, sino también por reestablecer esa identidad docente que en algún momento se perdió, pero todavía hay esperanza de recuperar. Si no es así, ¿qué sentido tendría seguir siendo docente?
15 de agosto de 2023
Referencias:
Bain, Ken (2004). What The Best College Teachers Do. Cambridge, Massachussetts: Londres, Inglaterra: Harvard University Press.
Freire, Paulo (2006). Pedagogía del oprimido. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica. (Trabajo original publicado en 1968).
Honneth, Axel (1995). The Struggle for Recognition. The Moral Grammar of Social Conflicts. Cambridge, Massachussetts: The MIT Press.
Verger, Antoni (2013). Políticas de mercado, Estado y universidad: hacia una conceptualización del fenómeno de la mercantilización de la Educación Superior. Revista de Educación, 360. Enero-abril, pp. 268-291.
