Topo Chico, banalidad contra memoria /por Ignacio Irazuzta

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Fue en Tijuana que decidimos apuntarnos a las visitas guiadas que el gobierno del Estado de Nuevo León organizaba para recorrer las instalaciones del recientemente cerrado Penal del Topo Chico. Estábamos por allá en tareas de trabajo de campo de un proyecto de investigación sobre desapariciones en el que llevamos trabajando hace ya un tiempo. Nos encontrábamos en concreto en la barriada de Maclovio Rojas, un suburbio de la ciudad fronteriza en el que se hallan las instalaciones donde el Pozolero deshacía los cuerpos en ácido, un antiguo criadero de gallos de pelea -de hecho, al lugar se le conoce como La Gallera- que colinda con otros actualmente en funcionamiento. Todo un paisaje de preciosismo de lo inhumano, que hoy los familiares de aquellas víctimas que no hace mucho lo poblaron con sus cuerpos deshechos están en proceso de recuperarlo para honrar su memoria.

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Vista lateral de La Gallera, Maclovio Rojas, Tijuana. Foto: Ignacio Irazuzta

En aquel entorno hórrido, de ejercicio sistemático de horrores y terrores, de banalización de males descomunales, de pavorosa aparición de retazos de desaparición, pensamos que debíamos asomarnos a lo que se ofrecía ver del Penal del Topo Chico. Esa ocurrencia vino desde allí, desde aquella distancia, larga como desde Tijuana a Monterrey y corta como desde la memoria de las víctimas del Pozolero a los trabajos de rastreo de restos humanos en las propias instalaciones de la prisión. Fuimos en diciembre del año pasado, el último día de exhibición del centro penitenciario que el gobierno presentaba antes de poner en marcha el proyecto de construir en el lugar el archivo histórico del Estado y lo que ya llama como el Parque de la Libertad.

Tal como nos indicaba la cita, allí estuvimos, el domingo 22 de diciembre a la hora indicada. Entramos en grupo de unas 20 personas. La formación para el ingreso, dirigida por quienes presumíamos era personal de la propia corporación estatal, era estrictísima. Sin gorra, sin lentes de sol, formados en fila y sin portar bolsas. Comenzamos el recorrido guiados por una muchacha de unos veinte y pocos. Primera advertencia: no toquen nada; estamos descontaminando. Los químicos empleados para hacerlo pueden provocar alergias. Les mostraremos solo las zonas descontaminadas. No podremos ver, por ejemplo, lo que hay arriba de donde nos encontramos, que es la sala de visitas conyugales. Imagínense, aún contaminada. En alegoría digna de Mary Douglas[1], la descontaminación habilitaba el ingreso libre de peligro de “nosotros los puros” a ese lugar entonces infecto por la desviación y el delito. En el énfasis narrativo de la muchacha, la contaminación daba cuerpo a un relato que construía la apreciación de nosotros su público como con un morbo propio de docudrama de Discovery Channel, atento a lo cruel, a la barbarie, a lo prohibido, al peligro.

Primera visita a lugar “descontaminado”: el teatro, donde veríamos un pequeño documental, según nos anuncia la guía. Una encerrona: el Bronco, al más puro estilo de las películas de Mario Almada, me dice Mariana, colgándose la medalla de haber puesto fin a la barbarie, al autogobierno en el Tipo Chico. Publicidad de la peor. Contaminación política.[2]

Seguimos. Pabellón de enfermería, enfermos de SIDA, área femenil, relatos de machismo morboso de ejercicio de la prostitución, como con mirada cómplice apuntan ahora Idalia y Victoria, asombradas desde sus perspicaces perspectivas de género. Intercalados en el recorrido, hay también algunos lugares de ofertas gastronómicas variadas, que la guía nos señala como resaltando el efecto también contaminante del mercado en un lugar que ha de estar preservado del ejercicio de esas libertades.

A mitad del itinerario, en una enorme explanada aparecen incontables costales distribuidos con indescifrable pero visible minuciosidad racional. Desde mi impulso inicial para la visita, el de las noticias sobre la búsqueda de fosas clandestinas en el lugar, desde mis remembranzas de los lugares del Pozolero y desde mi mente enclavada en el proyecto de desapariciones, con las frecuentes apariciones allí de imágenes de memoriales de víctimas, me parece ver el monumento al Holocausto de Berlín, o el Memorial de Paine, que recuerda a los desaparecidos de esa localidad chilena, o el Parque de la Memoria en Buenos Aires.

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Antigua cancha de fútbol del Penal del Topo Chico. Foto: Ignacio Irazuzta

Veo sus simetrías, los mismos empeños por llenar los vacíos de esas ausencias, las mismas señas de aparición de la desaparición, todas esas pulsiones de memoria para recordar lo que no ha de volver a suceder. Pero no, no es eso. Le pregunto a la guía sobre esa enormidad evidente que se divisaba entre rejas y que era evitada en su relato: ¿qué es esto?, ¿qué son esas bolsas? Se me habrá notado en mi inquietud, o quizá se esperaría la pregunta porque ya se la habrían formulados otros, en otros grupos, en algún otro día del calendario de visitas. Me responde seria, como poniéndole expresión facial al sarcasmo que luego se develaría seguido de una sonrisa que acompasa la expresión jocosa naaa, no te creas: son restos humanos. Su explicación rectificadora me parece tan o más increíble que su respuesta mordaz. Dice que están recogiendo el zacate artificial de lo que era la cancha de fútbol del lugar para llevarlo a la nueva prisión… ¿Preservando cosas de ese lugar de tanto despojo y contaminación?

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Arriba: Monumento al Holocausto, Berlín; abajo: Memorial de Paine, Santiago de Chile. Imágenes tomadas de Internet.

Ya no puedo concentrarme en lo que sigue de la visita al lugar. Apenas si reparo en las instalaciones que se han hecho en una de las salas de salida con algunas pertenencias de los reclusos o con la evocación de presos célebres. No puedo dejar de pensar en la capacidad retórica de esa chica de veinte y pocos para generar doble sentido sobre esas cosas de humanidad suprema. Pienso y elucubro sobre el significado de la contaminación en una sociedad que ha devenido tan familiarizada con la violencia. ¿Dónde están los límites de lo puro y lo impuro? ¿Qué es sagrado e infranqueable en estos asuntos? ¿Cómo deberíamos descontaminar maldición de esa vida social dicha que es el lenguaje? ¿Cómo deberíamos decir lo que no deberíamos querer como sociedad?

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En los alrededores del penal. Foto: Ignacio Irazuzta

Al salir del lugar, un gran entorno perimetral de proyección del encierro marcado por la estación Penitenciaría del Metro, por escaparates de maniquíes apresados en el mercado que está justo enfrente, por coqueteos ingeniosos con ilegalidades cotidianas que aluden a la Dirección de Tránsito aledaño a las instalaciones, me ilusiono con la idea de un proyecto que abra la posibilidad al ejercicio de la memoria sobre lo que todo ello significa. Me ilusiono no sin preocupación por la apropiación de la actividad de memoria por parte un gobierno que presumimos propenso a la colusión con la producción de la violencia que hoy se exhibe. Me preocupo por ocupar urgentemente ese espacio de debate sobre qué deberíamos recordar para tapar con olvido el sarcasmo de la muchacha, para descontaminar con sociedad más que con químicos una violencia que necesitamos que sea ya motivo de pasado y lección de futuro.

20 de enero de 2020

[1] Douglas, M., Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú. Buenos Aires: Nueva Visión, 2007.

[2] “El Bronco”, autodenominación del actual gobernador del estado de Nuevo León.

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