En plena efervescencia futbolística que reúne a millones de humanos en una extraña comunión alrededor de un balón, las crisis migratorias se multiplican a través del Mundo. Niñas y niños separados de sus padres y puestos en jaulas en Estados Unidos, refugiados rescatados en el mar mediterráneo y que ningún puerto Europeo quiere recibir, migrantes esclavizados en Libia, muros y vallas en Europa central para prohibir el paso a migrantes.
¿Qué tienen en común estas dos realidades?
En el Mundial de Futbol participan todos los continentes, representados por equipos nacionales en una competencia donde sale sólo un vencedor: él que se lleva la copa. Detrás de cada equipo, pueblos unidos detrás de su bandera, apoyando, sufriendo por sus jugadores que defienden el control del balón. Momentos de unión nacional que cohesionan los pueblos, que enorgullecen a sus dirigentes. Naciones contra naciones en esta pelea por ese santo grial que no hace más que exacerbar a los nacionalismos, al racismo.
Sin embargo, sin nos detenemos a ver la composición de los equipos nacionales, son reflejos de la población de cada país. Los equipos de Europa son el espejo de las diferentes olas migratorias en el Continente. Así países como Bélgica, Francia, Alemania o Suiza siempre han tenido hijos de migrantes entre sus integrantes. Los países con migraciones más recientes como Italia o España, o bien los nórdicos como Suecia y Dinamarca si bien no tienen tantos, también los hijos de migrantes están empezando a figurar entre los jugadores de sus selecciones. Lo mismo pasa en otros continentes, como América Latina, África y Asia. A nivel de las ligas de cada continente, la presencia de jugadores migrantes es altísima. Los jugadores se transforman en mercancías y al igual que cualquier producto circulan en este mundo globalizado.

Otro componente del futbol, que sin duda nutre el anterior, es su accesibilidad, su cotidianidad. Es un deporte barato y popular que se juega sin más necesidad que una pelota y unos metros cuadrados de terreno. Su presencia cotidiana en la prensa, en las interacciones sociales, las historias de éxito de los jugadores multimillonarios nutren los sueños de los niños y de las niñas. Cumple así una función de cohesión social, que favorece la integración, que difunde valores de trabajo en equipo, de disciplina del deporte más allá de las diferencias de proveniencia.
Así son las dos caras del futbol: integrador y excluyente. Humanista y nacionalista.
Y mientras se pelean estos equipos nacionales frente a millones de espectadores y más millones de televidentes que sueñan que su equipo gane frente a los demás, otros tantos espectadores vemos con asombro imágenes de niños migrantes enjaulados en Estados Unidos, de refugiados esclavizados en Libia, de barcas repletas de hombres, mujeres y niños que derivan por el mediterráneo en busca de un lugar seguro huyendo de la guerra, del cuerpo de Aylan Kurdi, el niño de 3 años encontrado muerto en una playa de Turquía en 2015.

Y el asombro pasa, otras imágenes llegan, otras situaciones más escandalosas anulan las anteriores y las respuestas nacionalistas, populistas se multiplican. El extranjero, el otro, es designado como el responsable, el culpable de los males que aquejan a los más débiles, a las víctimas de la globalización. La humanidad parece perderse en este repliegue nacionalista que ya no ve más que otredad en su hermano. Y mientras tanto, jugadores de todo el mundo siguen corriendo detrás de un balón.
25 de junio de 2018