Plagio, ergo sum / por Benjamín Palacios Hernández

                                                

Lejos de constituir un peligro para el statu quo, estos héroes del destierro deseaban únicamente que todo se apagara […] para que se oyeran mejor sus voces y el nivel general del pensamiento descendiera tanto que hasta enanos como ellos parecieran descollar.

                                                             Marx, Héroes del destierro

I

No son tan lejanos los tiempos, aunque así lo parezca, en los cuales el nuestro era el país de los licenciados. Quien más quien menos anteponía el “lic.” a su nombre, hubiese o no cursado una carrera universitaria. En cierto momento las cosas cambiaron veloz pero imperceptiblemente. Las licenciaturas se convirtieron en una bicoca y en el mundo aparencial de los títulos universitarios (recuérdese aquel sabio e infalible aserto que indica que una universidad podrá otorgar grados, pero jamás podrá conceder lo que la Naturaleza ha negado) las maestrías entraron al relevo como nuevo signo de prestigio académico. Casi inmediatamente después también ellas se abaratarían, cediendo la cima a los doctorados.

En aquella época las cosas eran relativamente inocuas, e incluso proporcionaban una jocosa y abundante provisión de anécdotas. Que alguien se ostentase como abogado sin serlo no provocaba daños mayores; pude incluso conocer, durante mis años transcurridos en el antiguo Penal de Topo Chico, a más de uno que logró sacar a presos de las cárceles.

En contraste, la metástasis del abaratamiento sucesivo, continuo e imparable de los títulos y las dignidades académicas sí que tuvo consecuencias. La nueva proliferación de doctores no sólo desembocó en la pauperización del grado: la competencia nacida de la abundancia desató el carrerismo, con la persecución de diplomas y la asistencia compulsiva a cuanto curso se pusiese por delante.

Pero hete aquí que surge el nuevo Santo Grial de la academia: la figura del investigador oficialmente reconocido. La creación en nuestro país del Sistema Nacional de Investigadores en 1984 sentaría las bases para la aparición de un curioso estamento, en particular en las ciencias sociales y en las llamadas humanidades. Ingresar a él –ya fuese por méritos propios o por los universales conectes– era solo el primer paso, pues ya dentro había que dejar la vida escalando niveles, con el consiguiente incremento de los “estímulos económicos” bondadosamente otorgados por el SNI. Y para ello había que “investigar”; y para probar que investigas había que publicar. Y es en este extremo de la ruta donde la marrana torció el rabo.

Los doctores sin obra y los investigadores que no producen se convirtieron en un fenómeno habitual en este mundo de solemnidades ridículas, de trepadores, de fingimiento, servilismo y apariencias. Un mundo, por lo demás, lastimosamente similar al de la política establecida.

«Investigador reconocido» autor Horax. Imagen tomada de internet

Es ese mundo “académico” en su peor y mayoritaria vertiente el que ha generado el fenómeno de los poseedores de títulos y de nada más, con la extinción progresiva del pensamiento original, la incapacidad de muchos para pensar con la propia cabeza, el in-ejercicio del criterio y la sólida e imperturbable vocación de seguir las viejas rutas, unas y las mismas desde hace decenios. Un mundo en el cual la prueba de la solvencia del individuo se fundamenta en papeles, que lo único que demuestran es que el sujeto (o la sujeta) obtuvo el grado en alguna institución simplemente por haber cumplido requisito tras requisito, por haber cubierto los pasos que se le indicaron y seguido ciega y acríticamente los viejos y venerables cartabones —que ellos llaman “metodología”— repetidos por colegios examinadores, directores de tesis y demás. Los tuertos que guían a los ciegos en un ciclo irrompible que solo produce más ciegos y más tuertos.

II

Pero hay quienes sí poseen obra, aunque en muchos casos no la hayan escrito ellos. Es la otra cara de esta moneda, más deleznable aun que la descrita. El ámbito académico y el de “la creación”, que también se las trae, supuestamente apacibles y desinteresados, no han sido tacaños en la producción de espectáculos verdaderamente circenses.

Tan solo en el pasado relativamente reciente la horrenda palabra plagio ha aparecido y cobrado más de una víctima, no sin la resistencia de los implicados que apelaron —por supuesto— al argumento de las “campañas de desprestigio” y tampoco sin ofrecer, antes de su caída, un sano y sádico divertimento público. He aquí unos cuantos botones de muestra.

En 2009 Javier Sicilia, ganador del Premio Nacional de Poesía Aguascalientes con el libro Tríptico del desierto, fue descubierto y exhibido por Evodio Escalante maquillando párrafos de Elliot, Celan y Rilke que hizo pasar por suyos. Pronto las cosas subirían de tono, también el sadismo de los descobijadores y la ridiculez de las defensas de los plagiarios. En febrero de 2012 Guillermo Sheridan, cazador serial de plagiarios, encabezó la revuelta contra la concesión del Premio Xavier Villaurrutia a Sealtiel Alatriste, acusado con los párrafos en la mano de plagiar a los españoles Javier Villán y Jesús Sánchez Adalid, a Oscar Wilde e incluso a Wikipedia.

Alatriste intentó varias defensas. “Mis artículos —decía en una de ellas— no son plagios, lo afirmo categóricamente, nunca he plagiado nada y para definir lo que es un plagio me atengo a lo que dice la ley de derechos de autor: plagio es tomar una obra de alguien y ponerle tu firma. La ley dice que copiar, sin entrecomillar y sin citar la fuente, es solamente no entrecomillar ni citar la fuente, y eso es un error. Cuál es el tamaño del error, no lo define.” Los destacados obviamente son míos, pues hasta ahora no conozco a nadie que conscientemente se apuñale a sí mismo por la espalda.

Sheridan insistió y a propósito de otro texto defensivo de Alatriste, “Sobre la naturaleza de lo original”, leído justamente en la presentación en el Museo de Arte Contemporáneo de la UNAM de los libros que le merecieron el premio al segundo, relató que Alatriste explicaba ahí su modo de escribir poniendo como ejemplo una novela que había publicado en 1994, Verdad de amor. Según el autor cuestionado, para escribirla tomó material de “varias biografías” de Jean Renoir, y su novela “sigue las huellas” de alguna de Henry James “hasta el punto que prácticamente la secuencia anecdótica es la misma y muchos de los diálogos de mis personajes están tomados literalmente de los de James”.

Hasta aquí no era posible saber si se trataba de desfachatez o de inconsciencia. Pero aun más. Alatriste insistía en que no se trataba de plagios, pues aquello que había “tomado” de James fue “transformado” y, por tanto, era ahora “diferente”. Y en ese punto acuñó una seria candidata a frase célebre: “Podría decir que es una especie de cita literaria elevada al cuadrado, un homenaje a James”.

Imposible encontrar ejemplo más ilustrativo de “citas al cuadrado”, de apropiaciones del veinte o treinta por ciento de una obra ajena mediante la “transformación” del 0.001 por ciento de ella, ni de lo redituable que es el “error” de copiar sin entrecomillar ni citar las fuentes.

Aun antes de terminar el 2012 otro plagiario sería pillado con las garras en obras ajenas, esta vez el peruano Alfredo Bryce Echenique, cuestionado después de recibir el Premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Acusado de plagiar al menos 40 artículos periodísticos y multado por el Instituto Nacional de la Defensa de la Competencia y de la Propiedad Intelectual de Perú por el plagio comprobado de 16, Bryce Echenique se negó a rechazar los 150 mil dólares del premio que el jurado a pesar de todo insistió en otorgarle.

La defensa del plagiario premiado fue también típica y tópica: en una nota publicada por el diario español “El País” el 6 de noviembre de aquel año decía: “No he plagiado, nunca lo he hecho”. “Es un grupo de extrema derecha. Hay gente que quiere todos los premios para ellos. Son unos frustrados”. “Todo ha sido por la maldad de alguien. Por envidia”. “Que se jodan”.

Plagio académico. Imagen tomada de internet.

En 2013 le tocó el turno a Boris Berenzon por el plagio en “su” tesis doctoral del libro Puros cuentos: historia de la historieta en México, 1874-1934, escrito por Juan Manuel Aurrecoechea y Armando Bartra y publicado en 1988 por el Conaculta, el Museo de Culturas Populares y Grijalbo. Berenzon había recibido mención honorífica y además la tesis, editada, fue publicada en 2010 y titulada, con el ingenio del genio, Re/tratos de la re/vuelta. El discurso del humor en los gobiernos “revolucionarios”, en Guadalajara por la Editorial Universitaria en una colección llamada —la vida es pródiga en ironías— “Excelencia Académica”.

Y también como la mayoría de los plagiarios, el doctor Boris hacía algunos cambios en la puntuación, introdujo o eliminó según convenía algún artículo o preposición, puso cursivas donde había comillas y echó mano de otros trucos igualmente infantiles, creyendo que con modificar unas minucias el texto ajeno ya podía hacerlo pasar por suyo.

Si bien en 2013 fue destituido por la UNAM, Boris —quien para junio de ese año reunía ya nueve denuncias por plagio en su contra, incluida la depredación de la Historia moderna de México de Cosío Villegas— sería rescatado por el actual gobierno de los diferentes, primero en 2019 en el Conacyt, ese cuya directora afirma que está contra “la ciencia neoliberal”, y al año siguiente por la CNDH (Comisión Nacional de Derechos Humanos).

III

Este sexenio inédito —no por la miríada de hazañas que varias veces al día sus próceres se atribuyen, no, sino por el milagro de la transustanciación que ha convertido a desprendimientos del PRI apoyados por evangélicos silvestres en la izquierda y la esperanza de este país— tampoco podía quedarse atrás. Entre otros, nada más y nada menos que el fiscal General de la República y el director del Centro de Investigación y Docencia Económicas se sumaron a la larga lista de plagiarios nacionales.

La última en incorporarse ha sido no otra que una magistrada de la Suprema Corte de Justicia y candidata del Kim Il Sung mexicano a presidirla. Si bien todo asunto de plagio constituye por definición un evento enmarcable en plata, esta es una historia condensada en muy pocos días por cuyos derechos se liarían a golpes Woody Allen, Mel Brooks, Neil Simon y alguno más. Digan ustedes si exagero:

El 21 de diciembre anterior, de nuevo Sheridan exhibió con fotografías de ambas tesis el plagio perpetrado por la ministra en la “suya”, publicada en 1987, de la de Edgar Ulises Báez defendida un año antes. Y no se trataba de “coincidencias sustanciales”, como tímidamente diría la UNAM dos días después, sino de una copia fiel en el título, el índice, en los capítulos e incisos, en la absoluta mayoría de los párrafos, incluidos los errores y las deficiencias en la redacción.

Como suele suceder a los ladrones de textos cuando son pillados, también a la ministra la invadió el pánico escénico y en lugar de hacer mutis o de buscar una salida lo menos indigna posible inició una serie de movimientos que la fueron hundiendo cada vez más. Ese mismo día solicitó y consiguió una cartita de su asesora de tesis —a quien más le habría valido mantenerse callada, como se verá— que la jueza publicó, por supuesto en Twitter, con el conmovedor y patético mensaje: “Totalmente falso el reportaje de Latinus. Ahora ¿qué más van a inventar?”.

En la cartita la asesora serial de tesis se limita a informar de su currículum —no precisamente brillante— y de que ha asesorado en 45 años más de 500 tesis, titánica labor por la cual debería haber enviado su candidatura a los récords Guinness, y con solo ello y sin un mísero argumento pretende “certificar” que la tesis de doña Yasmín Esquivel no es un plagio. Al día siguiente la compulsiva asesora de tesis afirmaba en una entrevista radiofónica, con una descomunal originalidad, que todo el escándalo no era más que “un ataque hacia las mujeres por querer ser algo mejor”.

El 23 de diciembre el presidente, ese que dice abominar de la corrupción y que él no miente, ni roba, ni traiciona, soltaba en su homilía matutina del día: “considero que cualquier error, anomalía, cometida por la ministra Yasmín cuando fue estudiante es infinitamente menor al daño que han ocasionado a México Krauze y el señor que hace la denuncia, Sheridan”, y que, “como diría Jesús, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”.

Como las cartitas de recomendación no parecían servir de mucho, y los dislates presidenciales tampoco, la ministra cambia de táctica y sostiene ahora que es ella la plagiada, pues de pronto recordó que había empezado a redactar “su” tesis en 1985. En la misma desesperada tesitura de aquel “¿qué más van a inventar?”, afirma haber presentado “pruebas contundentes”. Y la prueba contundente era una carta que providencialmente apareció en el buzón de la casa de su asesora —sí: una carta y un buzón físicos, de cuya subsistencia y uso hasta ahora me entero— y en la cual Báez reconocía que había tomado partes del proyecto de tesis de la ministra que estaba en poder de la asesora, increíble extremo que no tardó en ser desmentido por el propio Báez.

El enredo a estas alturas alcanzaba ya proporciones pantagruélicas. Si el supuesto proyecto de tesis de 1985 era solo eso, un proyecto, no hay manera de comprender cómo es que la tesis de Báez se publica un año antes que la firmada por Esquivel, no como apuntes y borradores sino como un producto no muy solvente pero sí concluido, y exactamente el mismo que la jueza repite un año después.

En el camino fue quedando al descubierto la sospechosa actividad presumiblemente comercial de la asesora serial. El diario “El País” reveló, con pelos y señales, que la mujer había “dirigido” al menos seis tesis plagiadas entre 1986 y 2010. Con ello el mito de la UNAM como prestigiada universidad quedó también en entredicho por más que el 18 de enero la pondría de patitas en la calle, como si ella fuese la única implicada en la cadena de plagios revelada por el diario español.

Finalmente la UNAM concluyó que la plagiaria era la ministra pero que no tenía la atribución de retirarle el título y remitió el asunto a la SEP, la cual tardó más en recibirlo que en devolverlo a la universidad.

En el medio, además de las delirantes defensas del compadre presidencial, en una “investigación” de tan solo seis días y sin tener vela en el entierro la fiscalía del antiguo DF intentó salvar a la ministra decidiendo que ella no fue la plagiaria, aunque al día siguiente, con la UNAM afirmando que sí lo fue y la ministra ya derrotada en sus aspiraciones, negó que lo hubiera dicho sin importarle que la frase exculpatoria estuviese en el documento oficial.

«Las absurdas explicaciones de una ministra acusada de plagio en México». Fuente: yahoo! noticias

Esquivel perdió la presidencia de la SCJN con un solo voto en la ronda final: el suyo. Hasta hoy que tecleo estas líneas no ha habido mayor sanción para ella. El 16 de enero todavía declaró que no dejaría el cargo porque “no tengo de qué avergonzarme” —y sí: si a una jueza no la abochorna el ser exhibida públicamente como ladrona de textos y mentirosa, nada podrá perturbarla—, y con el descaro de quien se siente impune por vía conyugal y en el estilo distintivo de este gobierno de lenguaraces grandilocuentes y vacuos declama, como si en lugar de plagiaria fuese una heroína, que trabajará “hoy más que nunca por la dignidad de las personas, defendiendo la Constitución y los derechos humanos, así como los principios democráticos de México”. Amén.

Epílogo

El plagio hace muchos años que existe entre nosotros, en muchos más lugares y con muchos más actores que lo que pudiera pensarse. Lo que sucede es que los plagiarios y la apropiación de ideas y textos ajenos son como las termitas caseras: no se ven, pero están ahí. No existe solamente entre nosotros, pero es aquí donde con mayor evidencia el plagio se tolera, se encubre e incluso se propicia.

Mientras acá en el mejor de los casos se castiga con sanciones leves que no guardan relación alguna con la gravedad de la falta, y ello solo cuando crece la denuncia pública y nunca de manera expedita sino después de dejar correr el tiempo esperando que el escándalo se apague; mientras que aquí, en el peor de los casos, al plagiario no solo no se le castiga sino que se le premia a pesar de todas las pruebas en su contra, en otros países incluso funcionarios gubernamentales de muy alto nivel —y no solo doctores o literatos de tres al cuarto ni juezas de colas largas— son defenestrados.

En la Alemania de Angela Merkel la mismísima ministra de Educación, Annette Schavan, tuvo que dimitir en febrero de 2013, cuatro días después de haber sido despojada por la Universidad de Düsseldorf de su título de doctora por plagios descubiertos en su tesis. ¿Alguien, que no haya inhalado cocaína o ingerido una botella de tequila, puede imaginar a una universidad mexicana revocando el título de algún secretario de Estado?

Ya antes que la Schavan, y por las mismas razones, se había visto obligado a dimitir el ministro de Defensa, Karl-Theodor zu Guttenberg, multimillonario y en ese tiempo considerado por algunos como el seguro sucesor de Merkel. Y en un país más del pelo del nuestro, Portugal, en abril el ministro de Asuntos Parlamentarios, muy cercano al primer ministro, fue renunciado como suele hacerse acá: aduciendo “motivos personales”, aunque en realidad previamente había sido acusado de fraude por la Universidad Lusófona bajo el cargo de haberse inventado una licenciatura.

El contraste es evidente. Allá caen incluso individuos económica y políticamente poderosos. Acá todo marcha sobre aguas tranquilas, con uno que otro sobresalto ocasional. Y así seguirá mientras todo sea una red de complicidades gubernamentales y en tanto continúen presentes la irresponsabilidad, la sumisión, los intereses externos y la ineptitud en colegios dictaminadores, jurados calificadores y burocracias universitarias.

Terminemos con este agobio y digamos, antes de salir huyendo, que todo esto parece un mundo bizarro en el cual sería normal incluso aquella receta para el dolor de muelas que mandaba, zumbón, Felipe Picatoste Rodríguez: “Se llena uno la boca de agua y se sienta en el fuego hasta que hierva”.

24 de enero de 2023

Fe de Ratas.- Con idéntico título se publicó en 2013, en la revista “Replicante”, un extenso ensayo mío. Para estar a tono con el tema, de él me he auto plagiado además del nombre algunos pasajes. Quien pudiera interesarse lo encontrará aquí: https://revistareplicante.com/plagio-ergo-sum/.


* Benjamín Palacios Hernández, historiador. Correo: steeleye_span@hotmail.com

** Imagen de Portada: Libro de Jakob Thomasius y Johann-Michael Reinelius, Lepizig, 1673

4 Comentarios

  1. Interesantísimo artículo maestro Palacios. Disfruto mucho de su excelente pluma y de ese tono tan ameno que le imprime a un suceso tan lamentable. Desgraciadamente se trata de una realidad insoslayable que nos deja en la disyuntiva de no saber si ponernos a reír o sentarnos a llorar.
    Un fuerte abrazo

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      1. Altas gracias a ti, Altagracia. Tengo la tenue sospecha de que a algunos/as no les habrá deleitado en absoluto. Todo depende, en general, de que se sea capaz de escapar a la posverdad (que no es más que un modo “elegante”, ahora en boga, de denominar a uno de los antiguos y conocidos recursos de la demagogia), y en particular de en qué lado de la línea se encuentra cada quien.

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  2. Ante ciertos eventos y ciertos personajes no hay manera más efectiva de plantarse que someterlos al ridículo, ese en el que ellos mismo se colocan. Enfrentar seriamente a lo deleznable es concederle demasiado, y poner en juego el intelecto “serio” ante quienes carecen de intelecto una pérdida de tiempo. Y de ética mejor ni hablar: no la conocen.

    Agradezco sus comentarios y he de decir que estamos a mano: siempre será gratificante el ser leído por personas inteligentes.

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